El reciente operativo realizado por la Fiscalía en el Municipio de Quito ha puesto al descubierto una red de corrupción que presuntamente involucra incluso a dos concejales del distrito metropolitano. Los sospechosos habrían extorsionado a cooperativas de taxistas, exigiéndoles el pago de sendos sobornos a cambio de dar a paso a la legalización de estas entidades.
A pesar de lo chocante y espectacular de las revelaciones, ellas no resultan tan sorprendentes para la mayoría de quiteños. Desde hace muchos años era vox populi que el sistema de transporte urbano se hallaba corroído por una odiosa corrupción, que aparte del daño que implica para los recursos públicos termina redundando en un servicio deficiente y deslegitimado.
Cabe ahora preguntarse si en otros ámbitos de la acción municipal no serán usuales prácticas semejantes. Por ejemplo, debería investigarse cómo se dan los permisos de construcción, cómo se definen las zonificaciones y las normas de construcción y ocupación del suelo, las autorizaciones y patentes de funcionamiento de distintos tipos de negocios, entre otros aspectos. No sería de extrañar que pudiésemos hallar prácticas análogas a las denunciadas. Es importante que las investigaciones se hagan extensivas al conjunto de las áreas administrativas y regulatorias del municipio quiteño.
Y en esto no puede dejarse en el olvido las posibles responsabilidades del alcalde titular. Aun en el benevolente supuesto de que él, personalmente, no hubiese conocido ni se hubiese beneficiado de las fechorías de funcionarios de su personal confianza, debe responder ante la opinión pública por la sistemática falta de criterio al escoger y supervisar a sus colaboradores más cercanos. A todo funcionario le puede pasar que se le infiltre un pillo en su entorno, pero cuando la presencia de la corrupción se hace sistemática, cabe dudar seriamente de la competencia de la autoridad edilicia para manejar y administrar los recursos entregados a su cuidado. (O)
