Margarita resiste en plena vía pública en Tiquipaya (Bolivia), es presidenta del concejo municipal, su vida está en riesgo, denunció corrupción. Ruth, en Tecamachalco (México), es amenazada por las mismas razones. María, (Perú), se ha recluido en el campo, perdió las elecciones, no puede asistir a un encuentro de mujeres, según los comunarios “ya tuvo muchas vacaciones”. Juana (Ancoraimes-Bolivia) por fiscalizar, fue asesinada.
No es exagerado decir que las violencias políticas contra las mujeres matan, en América del Sur la lista crece, con casos emblemáticos como el de Marielle Franco, hasta la creciente avalancha de asesinatos de lideresas, dirigentas sociales y concejalas en varios países de la región.
El patrón para atacar a las mujeres parece ser el mismo: una vez que ellas ejercen sus derechos políticos, la labor fiscalizadora, la defensa del territorio o de políticas en favor de las mujeres y cuando rechazan la imposición de la frater masculina que patrimonializa los cuerpos, bienes de la comunidad y del Estado, son violentadas y asesinadas.
No podemos hablar entonces de equidad, cuando las mujeres estamos fuera del contrato social. Cuando los pocos avances no cuentan con el andamiaje institucional para ser efectivos, cuando nuestros agresores gozan de impunidad.
Necesitamos protocolos, visibilizar los mecanismos de las violencias con indicadores que están en permanente actualización, evidenciar la permeabilidad de las pedagogías patriarcales, en los diferentes planos en los que se encuentran, como el gubernamental, de función pública, el plano indígena comunitario, enfatizando que ninguno de estos está exento de dichas operaciones.
Estos instrumentos deben contener acciones concretas, salir de la lógica de manual, deben evitar fecundarse en cuatro paredes atrincheradas de instancias estatales tecnócratas, que nos usan como fuentes circunstanciales y que como consta a las mujeres, tienden a fagocitar nuestra lucha y a regurgitar una mezcla de ensambles a buen tono con los intereses del poder en turno (O)
