El reciente caso de Martha, el nombre protegido de una mujer de 35 años, violada grupalmente, drogada por sus victimarios y penetrada por objetos en su vagina y ano, ilustra de modo horroroso la cosificación a la que estamos sometidas las mujeres en Ecuador, un país con altos índices de violación, embarazo infantil y adolescente, donde el incesto no está tipificado y donde la impunidad frente a casos de homicidios es muy alta.
María Mercedes Cuesta, asambleísta de posturas conservadoras, se ha pronunciado a favor de la despenalización del aborto si el embarazo es consecuencia de una violación, y ha relatado que ella misma fue víctima de este abuso espantoso; la hija de Cuesta, una joven actriz, ha contado que de niña fue también una víctima.
¿Debe pensarse que los problemas han existido únicamente en la familia de Cuesta, o que los actos ominosos contra Martha son excepcionales? ¿Cuántas mujeres del entorno han sido manoseadas, penetradas, insultadas obscenamente? ¿Cuántas se libraron por un pelo de una violación? ¿Cuántas mujeres son asesinadas por serlo?
Ni la castración química o física ni la cadena perpetua o la pena capital, tal vez ni el endurecimiento de penas, son solución para que las mujeres dejen de ser objeto de crímenes y agresiones de diverso grado de crueldad. Acaso los procedimientos expeditos en el aparato judicial y los protocolos operativos de apoyo a víctimas de violación mitiguen los daños irreversibles causados.
Tal vez solo libre a las mujeres de ser violadas y humilladas una educación distinta, que les otorgue poder, seguridad autonomía; que exalte ciclos como la menstruación y el embarazo; que contenga la violencia y reprima el odio; que haga responsables a los hombres de sus falos.
Hay que enseñarles a ellos que sexo y violencia no combinan, que un violador no es sexi, que el dolor y la sangre no son afrodisiacos, que penetrar por la fuerza a una mujer envilece y degrada. (O)
