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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Un hombre se ha evaporado

09 de julio de 2018 - 00:00

Pocas veces un invierno se había concentrado en una piel de canela y escamas. Natael esperaba a Clara en una cafetería ruidosa y forrada de afiches sin leyenda. Ella guardaba una tarea de confidente: sacarse del vientre un relato de flores que durante un tiempo había anegado su pasión y sus gozos incontrolables. Natael era la mano que toca la esencia cuando se trata de deducir el ímpetu de una mujer en trance.

Clara pasaba por una fase de desenfreno. Como en las iglesias de pueblo, acudía a su amigo como a un clérigo sin ropón y sin dogma, que enseguida sabría deglutir ese vaso de fuego que acabó subsumido por una placenta repleta de otro futuro. Llegó ella y se sentó más fresca y en calma que la última vez que la vio. Él, experto en escudriñar en dos segundos unos ojos y un cuerpo, supo que Clara exudaba ya el viento de libertad que su amante le había succionado cada semana con sus propios hálitos de boca y labios altos y bajos.

Bebieron un café y luego un par de cocteles ligeros y de pronto ella se apoderó de un monólogo de teatro vacío. – Sabes Nat, él aterrizó en el minuto más propicio de mi vida. Su rostro preciosísimo, enmarcado en sus breves años, y su sonrisa sin candor, trajeron la espada que cortaría las piezas de la fábula de mis senos y mi corredor volcánico. Y yo bebí de sus costillas y su músculo el sudor que destila un hombre cada vez que laten otras venas encima de su plexo y sexo.

Natael la calló sobrecogido. – ¿De verdad hablas en pasado Clara? Ella, sonriendo satisfecha y lúcida continuó. – No estás entendiendo Nat, los cuentos de hadas duran nada. Mejor dicho: duran lo que deben durar. Él tenía los días contados y yo veía su almanaque a través de su obsesión por el reloj. Su tiempo no era mi tiempo, una vez me lo dijo al descuido. Yo lo sabía desde el único amanecer; pero tú mismo, debes recordarlo, recalcaste que era imprescindible regocijarse de la flor del día; de la calidez de una piel de escamas labradas en el río feroz que lo parió desnudo. Lo hice e hicimos tal cual.

– ¿Y ahora Clara?
– Lo sabes bien Nat, un día germinó en mí un poema distinto, o sea, la afluencia de un océano entero. Yo prefiero el mar. Los ríos no bastan cuando se ansía llegar lejos. (O)

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