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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

Un funeral para Juan Diablo

31 de octubre de 2015 - 00:00

En la época colonial en la Real Audiencia de Quito, los entierros eran solemnes. Por eso en Ibarra, para estar a la par de las otras urbes, también los funerales estaban precedidos de una procesión y -dependiendo del difunto- se realizaban hasta ‘pases’, que consistían en detenerse en cada esquina para que las plañideras contratadas pudieran lanzar al aire sus lamentos. Esto a propósito de finados, de guaguas de pan y colada morada (en realidad antiguos rituales funerarios).

En la Colonia, la velación duraba tres días, pese a que Eugenio de Santa Cruz y Espejo ya había advertido en sus brillantes ensayos sobre la inconveniencia de tal costumbre, por las pestes que podían generarse.

En Ibarra, la costumbre de velar en las iglesias persistió hasta inicios del siglo XX, cuando mediante un auto, el obispo de Ibarra, Federico González Suárez, prohibió esta insana tradición. Por este motivo, los ibarreños de los anteriores siglos seguían hasta en los funerales mostrando la importancia del muerto, aunque -como se sabe- los gusanos no distinguen condición ni abolengo. “Las calaveras todas blancas son”, nos recuerda una canción popular. Era en esta época que sucedieron estos hechos, convertidos en leyenda. Como era costumbre, el ataúd junto con la comitiva trágica llegaba a las siete de la noche y la puerta se cerraba a las nueve, aunque el sacristán de la iglesia de San Agustín ya estaba acostumbrado a dejar un breve tiempo para que las plañideras pagadas se despidieran del difunto. Sin embargo, existía un personaje denominado como Fiero Juan, que era un piadoso de los muertos.

Este solía esconderse en el confesionario para no dejar al ataúd huérfano de sus quebrantos. Acaso este prójimo del dolor ajeno pagaba una penitencia o simplemente entendía que un difunto no podía, por ninguna circunstancia, permanecer olvidado antes de entrar a su sepultura definitiva. Unos dos bromistas se percataron de esta convicción del Fiero Juan y decidieron jugarle una pasada. Convinieron con antelación que uno fingiría ser un reciente cadáver, colocándose en el ataúd levemente abierto.

El Fiero Juan, después de burlar al sacristán, se encontraba en sus lastimeros asuntos, arrodillado junto al féretro. Había pasado un tiempo prudencial cuando el finado de mentiras se levantó de la caja mortuoria, con una solemnidad de espanto. Antes de incorporarse totalmente, el Fiero Juan alcanzó un candelabro que estaba cerca y dándole un certero golpe en la cabeza exclamó: “¿Qué no sabes que los muertos no se levantan?”.

Convencido de su acción, este personaje descargó sobre el bromista un segundo golpe al punto que le increpó: “¡A dormir el sueño eterno!”.

Al día siguiente, el sacristán encontró un charco de sangre que salía del ataúd. Aunque al inicio se pensó que el muerto había ‘reventado’, después de un tiempo salió a luz la verdad: Juan Diablo -como lo llamaron desde entonces- ni siquiera se había percatado de tan macabra burla. (O)

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