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El Telégrafo
Samuele Mazzolini

¿Terremoto político?

03 de mayo de 2016 - 00:00

El calamitoso terremoto del 16 de abril ha desatado una variedad de reacciones. Tenemos, por un lado, el discurso de la solidaridad: aquí prima la necesidad de dejar a un lado las diferencias para dedicarse a echar una mano. En este sentido, muestras desprendidas de generosidad han abundado en el país, contribuyendo a aliviar de manera consistente a los afectados. Pero a la vez otros discursos han empezado a cundir: uno de ellos pone en evidencia supuestas fallas, busca presuntos culpables, emite veredictos anticipados, escupe veneno a diestra y siniestra. Es el discurso del oportunismo, pues en el terremoto -e incluso en la solidaridad ajena- busca la oportunidad para avanzar fines que eluden lo realmente acontecido.

Las redes lo han amplificado todo, para bien y para mal. Por un lado, han sido la caja de resonancia para facilitar donaciones y señalar los centros de acopio; por el otro, han sido el receptáculo de falsedades, groserías y colosales fascinaciones de las masas.

Pero los puntos de irradiación no son los ciudadanos comunes, sino los profesionales del oportunismo. Entre estos, vale la pena mencionar el artículo aparecido en el New York Times bajo la firma de Martín Pallares. Imposible detenerse en las muchas y sutiles formas en que tuerce la verdad en su favor; más útil es subrayar el intento netamente ideológico de bosquejar una sociedad civil eficiente contra un Estado elefantiásico. Es la agenda neoliberal que, enmarañada en el discurso del ciudadano común que se sube las mangas, procura envilecer el papel del Estado y difamar los logros obtenidos en estos años.

Sin embargo, sería vano esperar que las cosas se den de otra manera. El terremoto, así como cualquier evento traumático de esa magnitud, presupone una época de aceleración: se multiplican las inquietudes, las demandas, los inconvenientes. Ayer el rescate, ahora la estabilización, mañana la reconstrucción: cada etapa conlleva una proliferación de problemáticas a las cuales no es fácil responder con la rapidez que exige la desesperación.

La susceptibilidad de la gente está aumentada y las identidades políticas se redescubren frágiles, proclives a ser cuestionadas. Las unidades populares que antes aparecían inquebrantables manifiestan ahora su naturaleza precaria.

Eso no significa que el terremoto físico se vaya a transformar automáticamente en un terremoto político, pero sí es una condición de posibilidad para que eso pase. Salvar el barco de la tormenta conlleva desplegar lo que Gramsci llamaba una guerra de posición: es decir, interceptar los sentidos comunes y las reivindicaciones que se van desarrollando, imprimiéndoles un signo progresista. Me parece que, más allá de la aportación concreta en términos financieros, cerrar la Secretaría del Buen Vivir y reducir los gastos para las sabatinas tendrían un valor simbólico importante. Un Presidente que escucha y que entiende lo que ya cae mal: eso es lo que los ciudadanos valorarían.

Por el otro lado no hay que ceder a las propuestas sustantivas del adversario. La privatización de las joyas del Estado y la imposición de un impuesto regresivo como el IVA corresponden a aceptar las amargas medicinas que son propias del campo político contra el cual luchamos.

Hace falta mayor creatividad y valentía política para que quienes paguen no sean los de siempre. Finalmente, es preciso barrer toda ambigüedad.

El avance del trámite iniciado por el colectivo Rafael Contigo Siempre continúa sembrando dudas sobre el futuro. (O)

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