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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Tentaciones

30 de julio de 2018 - 00:00

Las tentaciones no figuraban entre sus prioridades ahora que conocía un tipo de amor por fuera de su piel. Había concebido varias ideas sobre cómo vivir sin pensar, como lo hacía antes, que una tentación es una prueba de vida, un fuego lento pero limpio para lograr un placer nuevo cada vez. Fabio no exigía mucho ahora; se complacía con los efluvios de las flores secas que el cambio de estación traía a su jardín de amapolas y jazmines.

Cuando lo fui a ver, hace poco, olía a manzanas verdes y su rostro parecía regresar del claustro del mar. Fresquísimo cató mi beso y enseguida me llevó hacia una mesa atiborrada de hojas con poemas nuevos. Todos tenían la palabra tentación ilustrando imágenes de mujeres de papel y de carne. Sonreía al ver mis mejillas rojas y mis manos humedecidas. Solo leerlos era una tentación sin límites.

En su poesía no había podido abandonar su viejo hábito de seducir a más siluetas que rebaños de hembras sin lujuria. Su voz, vibrando en el abismo de mi pelo, señaló el último verso de la página amarilla, es para ti, me dijo: toca mi pestaña/ abre mi ojo izquierdo/ y mira cómo me arrodillo/ para tener tu zanca en mi boca.

Fabio era así: pertinaz y lúbrico cuando relegaba la tentación de dejar todos sus impulsos juntos. (Hasta el olvido era una tentación). Yo disfruté de la palabra mágica: zanca. Y le compuse la continuación de su pestaña: toca el tibial de mi zanca/ subyuga el músculo de arriba/ y las venas de abajo/ hasta sentir los estragos/ de tu lengua en mi planta.

Yo soy así: también pertinaz cuando él insistía en jugar con las tentaciones de su irreal papiro.

Una tentación es una prueba de vida. Todos lo sabemos cuando conseguimos la letalidad de una caricia completa. Fabio, ese día, en su mesa, había sombreado una sábana, letras, besos puestos en torsos solitarios, labios sin pan, dedos ideando refugios. Su dimisión consistía en sellar en papel su cuerpo en otros cuerpos.

Fue sublime revelarle lo imposible. Decirle que su oasis de amapola no podía dejar de supurar deseo o plegarse a los apetitos no propios. Él era una amapola, más sudorífico que mi vulva en su palma, más recio que calmante, más brío que copla.

Allí quedó cautivo y feliz. Casi humillado observando una zanca que huía para volver pronto, muy pronto. (O)

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