Una de las grandes tragedias políticas ideológicas del siglo XX y lo que va del actual, ha sido la grave desviación que el pensamiento socialista sufrió a raíz de la Revolución rusa.
Los fundadores del socialismo, y entre ellos los marxistas, nunca postularon que su objetivo fuese el fortalecimiento del Estado. Más bien todo lo contrario: hasta el Lenin joven y hasta antes de que los bolcheviques fuesen capturados por el poder, el gran tema político del socialismo era la “extinción del Estado”, no su recreación como institución omnipotente de la vida colectiva.
El socialismo nace como una rama del pensamiento anarquista. Es sintomático que Marx y sus seguidores nunca hayan pretendido crear un “estatismo científico”; ellos siempre hablaron del “socialismo científico”. En ese sentido fueron más allá, incluso, que los liberales del Estado minimalista.
Originalmente el estatismo era una postura que identificaba a conservadores, nacionalistas de derecha, corporativistas, fascistas y absolutistas.
El estatismo es una posición de ultraderecha, no de izquierda. El empeño de los socialistas fue, y debería volver a ser, desarrollar una política que devuelva a la sociedad y a sus integrantes la capacidad de vivir su propia emancipación y autonomía, y eximirse de la férula de toda institución externa que pretenda gobernar sus vidas a espaldas de su libertad.
La gran diferencia entre liberales y socialistas estriba en que los segundos no creen que el mercado sea ese espacio de libertad (y de justicia), precisamente por las inequidades que produce y aumenta, y porque tampoco este, librado a sus propias fuerzas, es capaz de extender los beneficios de la autonomía a todos según sus especificas necesidades y de acuerdo a sus justos merecimientos. En definitiva, al igual que el mercado, el Estado es un buen sirviente, pero un pésimo amo. E incluso como sirviente, debe ser utilizado lo menos posible, pues tiene una tendencia congénita a esclavizar a sus presuntos amos. (O)
