La forma en que muchas personas entienden la educación en nuestro país sigue prisionera de concepciones escolásticas derivadas de una forma medioeval de pensar el conocimiento.
En efecto, seguimos creyendo que educar consiste en “trasmitir” verdades eternas, indiscutibles y permanentes a los estudiantes y que el objetivo se logra cuando estos han internalizado fielmente los contenidos que se les inoculan.
La búsqueda del conocimiento es vista como un proceso que procura adscribir a los sujetos en algún dogma, escuela intocable o creencia inamovible, sea ésta de tipo sagrado o secular. Es más, a lo largo de la vida pensamos que descubrir la verdad consiste en adscribirse a una secta y luego afanarse en buscar los argumentos o pretendidos hechos que permitan defender a rajatabla el credo adoptado.
La ciencia y el saber modernos son de otra naturaleza: consisten en un método crítico y autocrítico que ve en el conocimiento la confrontación permanente con las certezas pre-existentes y donde lo central no son los contenidos positivos, sino la capacidad de analizar, inventar, cuestionar y poner en duda. Podría decirse que, mientras el pensamiento religioso es el encuentro finito con lo infinito; el saber científico secular es la búsqueda infinita dentro de lo finito.
Sin embargo, nosotros seguimos pensando que la ciencia no es sino un sustituto de la religión, pero con ropajes “materialistas”: después de todo, para muchos, el laicismo y la propia ciencia no son sino “otras” religiones, que difieren de las clásicas, solo por la sustancia de los contenidos que ofrecen.
La secularización no busca hacer de la ciencia una fe: todo lo contrario, solo ofrece un camino sistemático para la duda y para la exploración de nuestra ignorancia. Pero, mientras nuestro sistema educacional no entienda esto, seguiremos produciendo mentes que nacen marchitas en el dogma y en una cultura incapaz de entender, y mucho menos practicar, las disciplinas del conocimiento moderno. (O)
