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El Telégrafo
Eduardo Varas

Simpatía por el ruido

05 de febrero de 2022 - 00:00

Hay un cuarto especial para, en teoría, escuchar el silencio. Se lo conoce como cámara anecoica. Es tal la experiencia de estar ahí, que se supone que no debes permanecer adentro más de 45 minutos: puedes tener alucinaciones y perder el equilibrio y el conocimiento. 

¿Para qué se usa algo así? Para medir con precisión el nivel de ruido de motores o artefactos eléctricos —todo tiene una utilidad en este mundo de utilidades—. También sirve para reflexionar o crear algo, como le pasó al compositor John Cage.

Era 1951, cuando Cage entró a la cámara anecoica de la Universidad de Harvard quería escuchar el silencio. Y se dio cuenta de que no existe tal cosa en el mundo. Porque en ese espacio, en el que los sonidos desaparecen y se borran, todavía podía escuchar algo: un sonido agudo y alto y otro bajo y grave. Le explicaron que el agudo era su sistema nervioso y el bajo, el circulatorio.

De ahí sale una frase contundente, dicha por el propio músico: “Hasta que yo muera habrá sonidos. Y ellos seguirán después de mi muerte”. 

Porque, en el fondo, como seres humanos estamos condenados al sonido.

Se supone que esta anécdota es la base para la composición “4’33’’”, en la que Cage hace que el pianista deje de tocar durante el tiempo que marca su título. El silencio, en esta pieza de 1952, significa no tocar, pero sí dejarse llevar por los sonidos de alrededor: la tos, la carraspera, las frases, los pequeños malestares, los espectadores acomodándose en sus asientos. Todo yuxtapuesto al mismo tiempo, como pasa en la vida fuera de la música.

Es una buena broma, o una gran lección, por parte de Cage. Porque siempre hay sonidos. Vivir es estar pendiente de eso que hace tic-toc, de esa clave humana. Incluso cuando no se escucha, cuando no se puede escuchar, hay un vacío que suena. Todo lo que suena es lo que nos dice a gritos que seguimos aquí. 

En la vida gana el ruido. Esa capacidad de generar sentido en medio de todos los sonidos que nos envuelven. O un llamado de atención, porque necesitamos que haya paz y esa paz que buscamos es insonora, inhumana e imposible.

Porque la vida es el terreno del ruido.

El ruido es la melcocha. Es el grito de lucha de la alarma que nos coloca los pies sobre el suelo. Es una calle transitada en plena hora pico. Es un insulto, un coro de malas palabras en el centro de la ciudad. Es un beat de reggaetón saliendo de las concesionarias de autos. Es la gente que habla a gritos por el teléfono, la que escucha sin audífonos los éxitos del momento desde su smartphone, la que toca el pito del auto para como si eso pudiera hacer que todo el mundo desaparezca.

Hay más: el ruido es esa música que se mezcla, una encima de otra, porque los universos están cruzados cuando se trata de gustos personales. Es ese disco de Lou Reed en el que solo suena a maquinaria pesada, creando una sinfonía de destrucción. Son las cuerdas que usa Penderecki, como si se atropellaran al andar, para contarnos la desesperación de las víctimas de la bomba en Hiroshima. Es el llanto televisivo de El Chavo del Ocho, es el ritmo propio del capitalismo, es la aguja clavándose en el brazo, es la farra de los vecinos que se han olvidado de la pandemia. El ruido es la sirena de la ambulancia; es la ciudad latiendo, la vena de la frente latiendo, el ojo latiendo.

El ruido se conjuga en presente, nos pone de cara a la existencia, se impone. Es el viento sobre el rostro, una canción anunciando que se vende gas en un camión. Un riff de Tony Iommi, un tema de Lingua Ignota, de Frank Zappa, de Mr. Bungle. Es Uboa cantando “The Origin of my Depression” en mis audífonos, mientras un mariachi le canta feliz cumpleaños a una vecina.

La ciudad es el ruido y salir de la ciudad no es abandonarlo. Es solo descubrir sus otras dimensiones, pinceladas. Afuera, el ruido es animal, agudo, persistente. Una vibración y una frecuencia que parece compañía. El ruido no es la acumulación de sonidos que nos disgustan, es el síntoma de que vivimos en comunidad, de que somos gregarios y sociales. Somos humanos y en nuestro ADN está la necesidad de repletar el mundo de lo que somos, hasta que se vuelva insoportable.

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