Donald Trump terminó de entender que John Ford ya no está entre nosotros, que no hay John Wayne que valga y que los tiempos mutaron violentamente. Que las alarmas de su continuidad en el poder se encendieron, aun cuando su continuidad en el Salón Oval no presente turbulencias de riesgo.
Disparó contra uno de los blancos preferidos de todos los presidentes estadounidenses de los últimos decenios, pero sabe que desatar una ofensiva militar en Medio Oriente obligaría a Vladimir Putin a dejar su rol de árbitro y a China a pensar en su economía a través de “otros mecanismos”.
Por eso el sheriff global de turno clavó el freno y se escudó en más sanciones para Irán. Lo que no equivale a una paz tranquilizadora sino a un mundo inquietante y lleno de riesgos. Lo que obligaría a reforzar la seguridad y los protocolos antiterroristas en la Trump Tower y en aquellos edificios que podrían ser objetivos de atentados.
Por lo pronto, para hacer del mundo un lugar cada vez más peligroso, ya no se necesita una guerra mundial ni organizaciones de fanáticos religiosos al servicio de intereses inconfesables. El calentamiento global les hace la faena, como se observa en Australia, donde especies enteras se extinguen sin piedad ni remedio.
Los escasos esfuerzos para revertir el cambio climático son estériles y los países industrializados fingen demencia a la hora de abordar el tema con seriedad.
Recién después los denominados conflictos de baja intensidad, los conflictos sociales, se esparcen por el globo, en lugares hasta -o hace mucho- impensados.
En materia de protesta social, también podremos decir aquello de: “Siempre nos quedará París…”. Mientras, en la renuncia del príncipe Harry y su consorte a la nobleza, los británicos encuentran un poco de entretenimiento para descansar del Brexit y de Boris Johnson; y por aquí en la región seguimos “mal, pero acostumbrados”.
El destino del mundo está en otra parte y hasta el sheriff Trump parece comenzar a entenderlo. (O)
