El Gobierno Nacional acaba de realizar tres anuncios que podrían comenzar a devolver cierta sensatez a nuestra educación básica: la reapertura de las escuelas rurales, la reducción de la carga administrativa de los profesores y la reintroducción de materias de formación ética y cívica.
El Gobierno anterior cometió graves excesos, exageraciones y hasta dislates en su manera de entender la modernización de la educación. La supresión de las escuelas rurales y unidocentes para privilegiar grandes establecimientos concentrados, dotados de sofisticada tecnología y avanzadísima infraestructura, olvidó que la escuela es, ante todo, una realidad social, cultural y familiar, y que buena parte de su valor se desprende de su inserción cotidiana en la vida, en las prácticas y en las condiciones concretas de barrios y comunidades.
Por otra parte, el fetichismo de las instalaciones y de los gadgets hizo olvidar, que, finalmente, la formación desprende su valor de la íntima y humana relación entre docentes, estudiantes y familias.
Asimismo, se terminó convirtiendo al maestro en una máquina de llenar formularios y en un robot administrativo; confundiendo por completo un delirante y obsesivo microcontrol burocrático, con la verdadera calidad de la educación. Maestros asfixiados por agobiantes procedimientos administrativos, difícilmente podían dedicar su tiempo a cumplir con su tarea específica.
Finalmente, una concepción utilitaria de la vida, que confundió educación con el adiestramiento productivista de los estudiantes, omitió la formación como un proceso de creación de seres humanos ética, afectiva y culturalmente completos, imaginando que una educación de calidad se reducía a la maximización de destrezas instrumentales.
Es cierto que sería ingenuo pensar que la prédica en la sala de clases es suficiente para dar una formación valórica, pero, aun así, la educación ética, estética, cívica y afectiva deben ser componentes ineludibles del proceso formativo. (O)
