Durante las últimas décadas, nuestro país ha sido parte de una tendencia que ha buscado consagrar un conjunto de derechos que tienen como sujeto a grupos humanos específicos, o a las personas en tanto detentoras de características presuntamente grupales o por el hecho de poseer alguna particularidad estadísticamente definida.
Es hora de repensar la justicia, conveniencia y ética de estos derechos. Para empezar, muchos de ellos se anclan en una falacia: suponer que un rasgo imputable a las personas constituye sujeto de derechos. Las personas son sujetos, pero no lo son atributos que se les pueden asignar. Esta manera de proceder se llama en lógica “falacia de la reificación”: tratar a un concepto como si se tratase de un ser real.
El hecho de que algunas personas han sido y son discriminadas en razón de alguna cualidad imputada, no autoriza a pensar que la sociedad debe estructurarse en torno a derechos colectivos o en función de obligaciones hacia colectivos.
La atribución de derechos en función de rasgos presuntamente grupales no lleva a rectificar injusticias históricas, sino que, al contrario, termina esclavizando a los individuos y sometiéndolos a las determinaciones inventadas por alguna burocracia o por algún empresariado moral (léase: dirigencia).
Al vincular derechos a la pertenencia a un colectivo, se ahoga la libertad de las personas para escogerse y escoger su vida y su identidad. En vez de que se logre -por fin- ver a las personas como personas, lo que se logra es someterlas a ser vistas y tratadas en función del color de su piel, el origen de sus ancestros, la religión en la que nacieron, su género o sus peculiaridades somáticas.
En vez de dejar atrás el mundo premoderno, en donde lo que definía el destino de las personas eran características adscriptas imborrables, solo lograremos reconstruir una sociedad neocolonial de castas en donde a las personas solo se las reconocerá en tanto formen parte de una categoría colectiva. (O)
