En el fútbol, como en la política, las cosas pasan siempre demasiado rápido. Es que no hace mucho comenzamos a creer, porque somos así de entusiastas, que la Argentina tenía el mejor equipo de los últimos 30 años, y digo así para no ser injustos con los campeones de Argentina 78 y México 86.
Y resulta ahora que a este equipo, liderado por el mejor jugador del mundo y su círculo más íntimo, le entra agua por todos lados y está a la deriva, sin un rumbo definido, yendo para donde lo empujan los de afuera. Un fiel reflejo de la realidad.
Las excusas son infinitas, desde la herencia recibida hasta la cuestión de ir aprendiendo sobre la marcha, a cococho de los errores. La mentira es tan grande que nos hace perder de vista el hecho de que más se aprende de los aciertos, y vaya si lo hemos hecho en el pasado. Pero claro, en la selección son tan escasos estos como en nuestra realidad.
Habría que atender también ciertas contradicciones, como el hecho de que a los argentinos se nos pida ahorro de energía y a los jugadores, que la derrochen sobre la celeste y blanca, al menos para no entregar ante el mundo la pálida imagen que dimos ayer ante Croacia. Ni hablar de los Panama Papers, que hasta a nuestro conductor salpican.
Así nos encuentra la segunda fecha del Mundial, haciendo cuentas desesperadas que, para colmo, no cierran de ningún modo, y dando manotazos de ahogado ante un salvavidas que es de plomo.
Es que nos cuesta ver la realidad, aunque nos pegue sopapos en la cara. Tal vez porque ponemos la esperanza en el primer plano y aceptamos cualquier excusa con tal de que nuestro sueño no se empañe. Por eso vamos a pelearla hasta el final, oponiendo a las circunstancias nuestro orgullo. Pero las cosas no ocurren así como por magia. Hace falta claridad, generosidad y, por supuesto, determinación.
Si nos quedamos afuera en la primera ronda, que sea con las botas puestas, digamos con nuestro juego, nuestra buena memoria, y no por vernos forzados a jugar un partido que no sabemos, ni queremos. (O)
