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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

¿Qué hacemos con el poder?

06 de febrero de 2015 - 00:00

Hay un punto donde la crítica pasa incomprendida. El oficialismo, ese poder legitimado en las urnas si las urnas fueran la única legitimación que necesita, tiene una idea desgastante de lo que significa la crítica. Es decir, hay un punto en que toda crítica es un ataque. Las reacciones a la crítica, y en este punto parece que es a cualquier tipo de crítica, refleja una incapacidad de asumirse cuestionable. Y se refleja en la respuesta que hay a la crítica. No es un modo exclusivo del Presidente, quien ha forjado una dinámica donde solo puede existir la unilateralidad de insultos y bromas (pesadas), incapaz de reírse de sí mismo como el mínimo indispensable para entrar en política. El resto del buró político ha encontrado en esta dinámica su propio mecanismo de respuesta. No es un comportamiento homogéneo, sin duda, pero hay un patrón.

Esperar el unísono en política es emocionalmente inmaduro o directamente autoritario. El proyecto político es, sin duda, mucho más que solo los soliloquios de las sabatinas; pero ha caído en esa trampa de desdecir cualquier argumento contrario al régimen, cuestionador de su política, denunciador de sus comportamientos o satírico de sus adherentes y autoridades, no desde el ataque al argumento, sino desde el ataque a la persona. Incluso cuando estos cuestionamientos se hacen a través de un proceso legítimo y legalizado constitucionalmente como la revocatoria. Si no, ¿cómo explicamos que la asambleísta Alvarado haya advertido tomar medidas legales contra quienes apoyen un pedido de revocatoria del mandato “en el momento en que sean aludidos”? (La asambleísta posteriormente se declaró “feliz“ de que los mecanismos de defensa de la democracia establecidos en la Constitución sean utilizados por la ciudadanía. Lo anterior, sin embargo, ya fue dicho.)

Y luego está la calidad de crítica que se genera. El tipo y la naturaleza de una crítica cuyo fin no es una solución sino el absoluto: lárguense, ustedes y sus borregos (o el más ominoso: ya serán juzgados cuando los saquen del poder, palabras más, insultos menos). En definitiva, la crítica, incluso esta, no es mucho mejor. En el espectro de la opinión pública, desde desquiciado hasta indiferente, ya no se discierne entre la vehemencia editorial, el odio político y el periodismo. No es un problema de sesgo, es un problema de la motivación detrás de la crítica.

Es un problema más complejo, simplificado por la dicotomía gobierno-oposición (en la que yo también he caído). Pero incluso si reducimos la contienda a dos bandos, hay que recordar que ni yo ni nadie votó por ese abstracto llamado oposición (la que ha despertado la crítica histórica a un sistema donde el poder recae sobre los que han explotado el fetichismo del capital), y no tienen que rendir cuentas a nadie, más que a la ley. El Gobierno sí tiene una obligación con sus muy reales mandantes, que son los que votaron por él y los que no.

En el final, el problema se reduce a qué hacemos con el poder. Un ejercicio casi introspectivo para los que estamos fuera del poder. Un debate (históricamente inexistente) sobre el poder heredado y consolidado por el mercado. Una responsabilidad legal y política para quienes fueron elegidos para administrarlo.

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