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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

Prometeo y el 'Tiburón de Baltimore'

18 de agosto de 2016 - 00:00

Corría el año 164 antes de Nuestra Era cuando el griego Leónidas de Rodas se coronó campeón en las pruebas de stadion (carrera de unos 180 metros), diaulos (cerca del doble que stadion) y en la carrera del hoplitódromo, en la que los participantes debían llevar casco, armadura y escudo. En 154 a.C, y con 36 años, logró 12 títulos. Ese récord duró 2.168 años de antigüedad hasta que el estadounidense Michael Phelps lo superó con 13 preseas doradas. Ahora, el ‘Tiburón de Baltimore’, como se lo conoce, tiene 23 de oro, amén del resto.

Pero no fue fácil para este extraordinario nadador. Dos años antes había estado en un centro de rehabilitación de drogadicción y alcoholismo, se había reconciliado con su padre Fred y, por si fuera poco, se había casado y ahora tenía, además, otra motivación, su pequeño hijo. Aunque ese es el lado humano, el verdadero espíritu olímpico lo mostró Phelps cuando felicitó a su rival, quien le ganó en los 100 metros mariposa, hace una semana. Fue Joseph Schooling, un singapurense que, curiosamente, cuando tenía 13 años se tomó una fotografía con su ídolo (la imagen circula ampliamente por las redes).

El lado negativo lo protagonizó el judoca egipcio El Shehaby cuando se negó a darle la mano al deportista israelí Or Sasson, quien poco antes le había ganado. Recibió un abucheo general porque -se supone- las Olimpiadas son para unir a los pueblos (la saudí Joad Fahmy habría fingido una lección con similar propósito antideportivo). Hay que ser claros: una cosa es la posición política de un país y otra sus deportistas.

Para entenderlos, hay que volver a los orígenes. En el libro El mundo de los griegos, Edith Hamilton señala que los helenos fueron el primer pueblo del mundo que jugó y lo hizo en grande, en medio de concursos de música y de danza. “Los grandes juegos -había cuatro, en temporadas fijas- eran tan importantes que al celebrarse uno se proclamaba una tregua de Dios para que toda Grecia pudiera acudir sin temor”. Competían por un honor tan codiciado como ningún otro: una rama de olivo (eso era burla para los persas o egipcios).

“Un triunfador olímpico… los generales victoriosos le cederían el lugar. Su corona de olivo era colocada al lado del premio al mejor autor trágico”, en medio de banquetes y los versos de poetas como Píndaro. Del otro lado del mundo no se jugaba. Un sacerdote egipcio le dijo al gran ateniense: “Solón, Solón, todos los griegos sois como niños”.

Y cuando el esplendor de esa cultura pereció también lo hizo esa filosofía de vida, en torno a lo lúdico. Habría que esperar 2.000 años, bajo la tenacidad del barón Pierre de Coubertin -inspirado a su vez en Evangelos Zappas, un rico filántropo griego- cuando se creó en 1894 el Comité Olímpico Internacional.

Grecia sigue viva cuando miramos encender el pebetero en Río. De hecho, se trata de una simbología que recuerda el mito de Prometeo cuando hurta el fuego a Vulcano para entregarlo a los humanos. Fue Roma la que corrompió el espíritu heleno. Sus coronas de laurel, algunas de oro, comenzaron a recibir también los militares por sus hazañas heroicas: matar a los enemigos. (O)

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