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El Telégrafo

Presidentes que trabajan

30 de diciembre de 2011 - 00:00

Néstor Kirchner murió del corazón, apenas a los 60 años de edad. Lula está restableciéndose de un cáncer. En el caso de Chávez, el cáncer fue descubierto ya con cierto avance, y la terapia ha sido decidida y prolongada. A Lugo también antes se le descubrió un tumor, y tuvo que curarse en el Brasil.

No existen las casualidades permanentes. Son demasiados casos como para atribuirlos al puro azar. Algo ha sucedido, pues los presidentes del establishment, de las derechas tan habituales en nuestro subcontinente, rara vez han sufrido condiciones de salud problemáticas a edad temprana o durante el transcurso de sus mandatos.
La respuesta está en alguna información que constata, por ejemplo, cuántas horas era capaz de trabajar el ex presidente Kirchner. Un apasionado de la política, que  podía estar discutiendo sobre el futuro de su país en una sobremesa hasta las cuatro de la mañana, cuando a las siete tenía que tomar el avión en comienzo del día siguiente. O que podía discutir con parte de su gabinete hasta horas parecidas.

Es simple la cuestión. Estos presidentes del actual presente latinoamericano -los que están de lado de lo popular, que no son todos- tienen que trabajar en excepcional grado de intensidad y de tensión. La vida no es muelle para ellos. No se trata de administrar lo dado, de reafirmar lo existente, de cogestionar el capital. Por hacer estas últimas cosas nadie se enferma: plácida vida de mandatarios muy preocupados por las buenas relaciones con el Norte, en vez de lidiar con las dificultades que se  producen cuando se decide optar por la soberanía y las decisiones autónomas.

Estos presidentes que han muerto o que han enfermado, han puesto su vida en riesgo por mejorar las condiciones sociales de su respectivo país. Cada quien -según su lugar social, su ideología, sus preferencias- podrá guardar sobre ellos (incluso diferencialmente sobre cada uno) juicios diferentes. Lo que no podría negarse, si es que se tiene un mínimo de ecuanimidad, es que no son de aquellos que han visto caer sus defensas biológicas por talantes depresivos, o por temor u obediencia ante el poder establecido. Han sufrido en su salud por las tensiones, el trabajo permanente, el sacrificio de lo personal en orden a la función de Estado. No por practicar esa oscura “armonía preestablecida” que con los poderes fácticos practican los presidentes del establishment: esos apenas se despeinan, pues son tales poderes los que gobiernan a través de sus personas. Gobernar para lo popular -cualesquiera sean las dificultades y limitaciones con que se lo haga- es siempre un desafío mucho mayor.

Por eso no extraña saber que el presidente Correa trabaja enormemente, que duerme pocas horas, que tiene una agenda apretada en la que no se hacen concesiones horarias. Una nota reciente así lo indica, pero cualquier persona de información y buena fe, por sí lo hubiera adivinado. Ojalá un básico cuidado de la propia salud acompañe esa permanente actividad, que todos sabemos ahora que no responde solo a una idiosincrasia personal: es parte del estigma de los que no han llegado a la presidencia solo para repetir las condiciones de poder que encontraron cuando asumieron su cargo. Parte de la tarea siempre difícil que implica remover lo cristalizado, para hacer de la historia algo más que resignación y reiteración.

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