Karl Marx gustaba de asemejar al comunismo a un espectro que atemorizaba a la Europa de su tiempo. Parece evidente que en el siglo XXI ese espectro ha sido –en lo esencial- exorcizado. Sin embargo, su lugar fantasmagórico ha sido tomado por el populismo.
Hoy en día, al populismo se lo ve en todas partes y aparece bajo múltiples y, con frecuencia, contradictorias formas. Toma el aspecto de una ultraderecha fascistoide, de un conservadurismo defensor de tradiciones amenazadas por la globalización, toma la posta de la izquierda socialista desfalleciente, le da nueva vida a las utopías radicales, y en casi todos los continentes sigue levantándose como una hidra que no se inmuta por cuantas cabezas le corten sus enemigos.
En verdad, aún no sabemos muy bien a qué cosa debemos llamarle populismo. Algo anda muy mal en nuestras concepciones si nos vemos obligados a poner en el mismo saco a Marine Le Pen y Rafael Correa, a Donald Trump y a Iannis Varoufakis. Muchos movimientos y gobiernos que se autocalifican de izquierda y/o socialistas han sido motejados como otras tantas diversas formas de neopopulismo, y se preguntan cuál, entonces, sería una izquierda no populista, o sea, ¿qué espacio ideológico y político puede esta ocupar que le sea propio y que no sea visto como otra variante populista? No podemos olvidar, que la izquierda ortodoxa llevó adelante, por muchos años, una guerra ideológica y política sin cuartel contra el populismo. Véanse sino las durísimas condenas de los partidos comunistas a Víctor Raúl Haya de la Torre o a Juan Domingo Perón.
En muchas ocasiones, líderes populistas latinoamericanos fueron estigmatizados como “fascistas” por la intelectualidad marxista, y cabría preguntarse si no llevaban alguna razón, al menos en ciertos aspectos. La verdad aún no sabemos muy bien de qué hablamos cuando hablamos de populismo, y, en el abono de nuestra ignorancia, el muerto tantas veces matado sigue proliferando con una vitalidad viral. (O)
