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El Telégrafo
Aminta Buenaño

Microrrelatos sobre violencia de género

08 de septiembre de 2017 - 00:00

ACOSO

El hombre quería relaciones sexuales. Lo había dejado bien claro: una acostadita y era suyo el empleo. Ella no podía pensarlo mucho, detrás de ella había doscientas, le advirtió el hombre. Luego se fue a sentar en su escritorio, sonrió, la miró evaluativo de arriba abajo. Le devolvió su currículum y solo dijo: “Muy interesante”. La mujer lo miró por el rabillo del ojo, tenía mugre en las uñas a pesar de su ropa cara y un gel asqueroso endurecía sus cabellos. La miró irse con aires de suficiencia. Al día siguiente ella había sacado las sumas y restas de madre soltera y la cuenta era enorme. Accedió. Solo que ahora él hace lo que ella diga, especialmente cuando ella lo amenaza con mostrarle a su esposa el video de aquella cita obligada, que se ocupó en filmar.

DEFENSA PERSONAL

A las mujeres nunca nos enseñaron a defendernos. Cuando mi hermano, el gordito, era objeto de bullying en la escuela, papá lo metió a un gimnasio y luego, a aprender karate. Por las tardes, enseñaba a su hijo el arte de cerrar los puños y noquear directo a la cara y por último, a disparar un insulto como un escupitajo sobre el rostro del contrincante. A mis otros hermanos les enseñaba carrera militar, coger un arma, apuntar, pum, defenderse. A mí, la nena de la casa, a la “que no se le toca ni con el pétalo de una rosa”, no me enseñaron. Todo era mimos, caricias, besos. Era la engreída de papá, la niña de sus ojos, su amor chiquito. Y andaba por el mundo en puntas de pie como una bailarina, como una bella y sensual mujer con siete velos. Estaba educada para ser la reina del hogar, el ama de casa, la madre de sus hijos. Ternura, sumisión y obediencia, todo junto como un devocionario. Por eso, ahora, no sé qué hacer, cómo voy a hacer, estoy aterrada. Porque este monstruo que dice que es mi marido, en un ataque de celos, me ha reventado la cara a golpes y yo no supe ni pude levantar la mano para defenderme…

VIOLACIÓN

Fue una noche siniestra. Los rayos herían como mil cuchillos la noche. Oscuridad, tinieblas, ruidos dispersos. Las cortinas se movían empujadas por un viento sibilante, las sombras de los brazos largos y oscuros de los árboles me hincaban los ojos… y yo escuchando aquellos pasos… la manija de la puerta abriéndose lenta, y aquel hondo vacío. Yo, niña arropada con la sábana por encima de la frente, recibí el peso abrumador de lo prohibido en un ataque perpetrado por el más inofensivo de los hombres: el tío bobo convertido en un criminal de capa y espada. Desde aquella noche cuajada de estrellas, yo, convertida en loba, zahiero, levanto mi quijada y clavo mis colmillos en cada uno de los hombres que por casualidad abre mi puerta…

EL PIROPO

La muchacha iba caminando aprisa por ese callejón oscuro perseguida por aquel hombre desconocido que no cesaba de decirle cosas. Le escuchaba decir palabras que no entendía, pero eran como pedruscos, como babas sanguinolentas que se pegaban repugnantes a su cuerpo. No quería verlo, pero era grande, su sombra se alargaba como una serpiente bajo el sol. Ella temblaba, aunque no tenía frío y apretaba el paso sintiendo el escándalo de su pecho y las náuseas que se precipitaban atroces. El hombre empezó a enojarse ante su reticencia, a llamar piropos a sus insultos, a tratar de tocarla. Ella trató de correr hacia una parada de buses en donde había otro hombre con una sombra enorme. Se acercó pidiendo auxilio, pero era el rostro del mismo hombre que venía atrás. …De un solo impulso emergió del charco de sudor de su cama, con la respiración jadeante y el pulso acelerado. Una vez más su subconsciente recordaba los ‘piropos’ que recibió de un desconocido, años atrás…  (O)   

(Tomados de mi libro inédito Con(textos) fugaces.)

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