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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

México, qué herido

14 de noviembre de 2014 - 00:00

México, qué herido; es el México que duele. Es la dramática consecuencia de una guerra contra las drogas que ha destruido la construcción democrática de un Estado que, al igual que resto de América Latina, nació despojada de los canales de representación y dada a una élite atrincherada en el poder. El discurso de corrupción ya no es válido en un país donde parece que el Gobierno, las fuerzas de seguridad y el crimen organizado son tres industrias que se han coludido.  Y de esta unión queda una doble violencia: la violencia que nace de los abusos del Estado es violencia que dejó centenares de muertos en la Plaza de Tlatelolco; y la violencia del narcotráfico, que viene dejando 3.300 casos anuales de desaparecidos y 60.000 muertos, según datos de EL TELÉGRAFO.

La violencia del Estado parece ser la práctica común en el estado de Guerrero, de donde desaparecieron (los desaparecieron) los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Durante la Guerra Sucia en la década del setenta, la mitad de las desapariciones en México ocurrió en el estado de Guerrero. En diciembre de 2011 la Policía estatal disparó contra los estudiantes durante una protesta en la carretera, donde murieron dos estudiantes. La violencia que se junta con la impunidad y los muertos no tienen consecuencia. Al igual que con los 43 de Ayotzinapa, la muerte no tiene culpables.

Y es una violencia que deshumaniza a la víctima. A Julio César Mondragón (y el nombre es importante; los desaparecidos y muertos sin nombre son el símbolo máximo de impunidad, de olvido y de violencia; el desaparecido sin nombre no es: no es un hermano, o un padre, o un maestro, o un estudiante, porque lo despejan de su memoria) le arrancaron el rostro y extrajeron sus ojos. No lo desaparecieron con los 43, lo torturaron y mataron ahí, dejando su cuerpo en una calle de Iguala. La tortura como advertencia. La tortura no como consecuencia de una práctica asocial, sino precisamente de una práctica producto de una sociedad donde se la ha rutinizado.

Los culpables no son nadie. Han desaparecido 43 estudiantes y nadie es responsable. Personal del gobierno de Guerrero le entregó a la esposa de Julio César, Marisa, un cheque por diez mil pesos, para “reparar los daños”, la fuente de agua de Pilatos. Porque la deuda no se paga con un cheque. En una reunión que sostuvo Marisa con el presidente Peña Nieto, ella preguntó: “¿Quién torturó hasta la muerte a Julio César?”. No tuvo respuesta del mandatario. O la tuvo, al igual que el resto de México, cuando el Presidente, en medio de los disturbios, decidió viajar a China. O cuando fue más rápido componer la puerta de la Gobernación quemada por algunos manifestantes y encontrar a los culpables, que una respuesta clara sobre los normalistas desaparecidos.         

Los 43 de Ayotzinapa son semilla. Lo que la gente en las calles pide, lo que la ira social demanda, es que los regresen como se los llevaron: vivos. Lo que han recibido es un Estado que no se inquieta ante el dolor de sus ciudadanos. Un gobierno que gobierna para otros. Una realidad basada en el miedo y la impotencia. Y un pueblo golpeado que ha recurrido al único poder que les representa, el poder a irrumpir.

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