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El Telégrafo
Karla Morales

Mayra

15 de febrero de 2015 - 00:00

Mis padres siempre han luchado por procurarme un entorno en contacto con la naturaleza y el ser humano que más nos necesita. Por eso, mi infancia no conocía de otra cosa que trabajos en arcilla y barro, y viajes a pueblos manabitas (de donde es mi madre) llevando ropa y medicinas.

Mientras muchos usaban sus vacaciones para conocer a Mickey, mi mamá me llevaba a pueblos de pescadores y nos mudaba tres meses a Santa Elena. Una crianza así en Guayaquil es difícil de mantener. Sin embargo, encontraron la solución: vivir en Lago de Capeira. Fue allí en donde Mayra, su madre y sus hermanos entraron en nuestras vidas.

Mayra y Albita (su mamá) llegaron a ser parte de mi familia. Albita es de esas segundas madres que te caen del cielo. En 1995 Mayra tenía 4 años, era la última de seis hermanos y la única mujer. Desde pequeña lloraba por ser la ‘arqueadora’ de mi hermano. Soportaba cañonazos con tal de jugar fútbol y de salvar su arco. Jamás jugó a las muñecas, odiaba los vestidos, tenía la manía de arrancarse cabellos y las zapatillas nunca fueron su primera opción: prefería los zapatos de caucho o los pies descalzos porque ‘así pateaba más duro y corría más rápido’.

Mayra creció en mi casa y defendió el arco de mi hermano hasta que exigió otra posición en la cancha. Mi mamá y la de ella tuvieron una lucha inagotable por los vestidos y las blusas, hasta que desistieron y decidieron respetar los gustos de ella.

Creían que fomentar muñecas, vestidos y faldas era determinante para la formación de su identidad sexual. Al menos eso pensaron por un par de años hasta que entendimos que así como una falda no te hace más mujer, una pelota tampoco te hace menos. Ese respeto, que en aquellos años parecía trivial, fue el factor determinante para que Mayra definiera su personalidad y se encontrara a sí misma.

Ahí descubrimos que ella siempre la tuvo clara y éramos nosotros los confundidos. Ignorantemente creíamos que la esencia de un niño la definen los juguetes. Mi mamá siempre dijo que los juguetes eran termómetros de la personalidad, más no de la sexualidad. ¡Y cuánta razón tenía! Mayra desde chica defendió su derecho a jugar fútbol, sin perjuicio de los señalamientos de los demás.

Muchos hasta ahora la tildan de machona y presumen su homosexualidad solo por cómo se viste y porque sus minutos más felices son esos en los que juega. Siguen viendo a una mujer futbolera como algo incorrecto; sin manicure y en pupos como antifemenino; y, lo que es peor, a la homosexualidad como algo malo.

La primera barrera, Mayra la superó y a lo grande: su familia (incluyendo su novio) respetó su pasión y la apoya. Pero hay otra barrera invisible que aún le pasa factura: los prejuicios de la gente. Por un lado, están los hombres que condicionan su genitalidad a su talento en la cancha y descalifican sus capacidades. Su género, para ellos, le resta voz. Las mujeres (abanderadas del látigo social) la condenan y excluyen. La tildan de poco femenina, como si un vestido garantizara el respeto a su dignidad. Buscan ofenderla atribuyéndole un gusto sexual que no es el suyo, concluyendo que toda futbolista es lesbiana y por ende despreciable.

Mayra sigue su vida con piel de foca, como ella mismo lo dice cada que le pregunto: “Niña Karla, a mi no me importa lo que digan mientras lo que haga me deje feliz. Si a otros no les gusta, qué pena por ellos. Yo amo el fútbol y tengo derecho a amarlo sin que me condenen por ello”.  

Mientras muchos siguen recordando a “putas” de la historia, a las que les debemos mucho, yo hoy prefiero aplaudir de pie a Mayra. Tiene solo 21 años y -sin saberlo- juega en el equipo más importante: el de la dignidad y ha ganado en el marcador de la vida, goleó a los prejuicios.

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