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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

Los límites de nuestro Estado de derecho

21 de marzo de 2018 - 00:00

Arriesgando la generalización, no hay asambleísta que no se autodenomine defensor del Estado de derecho. Menos generalizable son los asambleístas que han explicado lo que entienden por Estado de derecho. O los momentos en que se debe defender el Estado de derecho (y los momentos en que el Estado de derecho es secundario frente al juego político).

Porque el Estado de derecho que estuvo el último año en boca de todos, operadores políticos y críticos civiles por igual, dejó de existir en el momento que dejó de ser conveniente. Dejó de existir, por ejemplo, el primer momento en que se abrió la posibilidad de lanzar la presidencia de la Asamblea al mejor postor. En un Estado de derecho las reglas del juego están dadas por un cuerpo legal y son guardadas por los correspondientes organismos del Estado.

Es una apreciación genérica y poco contenciosa del Estado de derecho. En nuestro caso, las reglas del juego están dadas, por sobre el resto, en la Constitución. El art. 121 de la Constitución establece que “las vicepresidentas o vicepresidentes [de la Asamblea Nacional] ocuparán, en su orden, la presidencia en caso de ausencia temporal o definitiva, o de renuncia del cargo”. Así, con “las” y “los” como para que no te hagan un “Arteaga”. Hace una semana hubo la “ausencia definitiva” del presidente de la Asamblea Nacional, y, sin embargo, hoy no está ocupando su puesto la vicepresidenta que le correspondía.

¿Por qué? Porque a alguien (algunos) se le(s) ocurrió que en este caso la Ley Orgánica de la Función Legislativa (LOFL) estaba por encima de la Constitución. En el art. 18 de la LOFL se determina que, una vez cesadas las funciones del presidente de la Asamblea, “el pleno elegirá su reemplazo hasta que culmine el período de elección”. Una interpretación antojadiza podría sugerir que la Constitución dice “ausencia”, no destitución. Pero la destitución genera una ausencia, en el tenor más literal del contexto.

Da igual, porque no soy yo ni es un asambleísta el encargado de interpretar la Constitución. Es la Corte Constitucional. Un cuerpo legislativo con un mínimo de decencia habría, por lo menos, solicitado un pronunciamiento de la Corte Constitucional, así como para guardar las apariencias. En su lugar, no se había enfriado el asiento de Serrano y ya había candidatos “honorabilísimos” de todas las bancadas.

Lo más criticable de la elección de la nueva presidenta no debería ser el pacto impresentable que se dio para que sea electa, sino cómo un organismo que juró ante la Constitución se olvidó de esta el instante que vieron la posibilidad de ganar un metro cuadrado de poder. El espectro político completo participa del tongo ese al que nuestros asambleístas se refieren como “Estado de derecho”. (O)

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