La sociedad ecuatoriana vive permanentemente una especie de esquizofrenia normativa. En otras palabras, padece de una doble personalidad moral a la hora de determinar los valores y principios por los que se ha de guiar la conducta.
Con mucha frecuencia, las normas jurídicas carecen de ascendiente moral sobre las personas: son vistas como estorbos, molestias, obstáculos que hay que sortear o como herramientas tácticas para perseguir, extorsionar o usar selectivamente para los propósitos del caso.
Es raro encontrar actores que otorguen a la ley un irrespeto incondicional, basado en el solo hecho de que la ley merezca -por su propia virtud- ser obedecida.
Más frecuente es que lo que efectivamente rija sea una consuetudine directamente divergente del mandato jurídico.
Lo que la gente verdaderamente considera obligatorio y vinculante es un sistema paralelo de normas “en la sombra” que –ahí sí- todos estamos tácitamente de acuerdo en respetar.
Basta como ejemplo contemplar la manera habitual de conducir de los automovilistas en nuestras vías públicas. Las normas que se exigen y se cumplen poco tienen que ver con lo que manda la Ley de Tránsito. A veces les son directamente contrarias. Quien se esmera por conducir de acuerdo a las normas legisladas, se verá frecuentemente agredido y airadamente increpado por los demás conductores o peatones.
El respeto al derecho reviste un carácter protocolar, algo así como las “buenas maneras” que encubren los verdaderos sentimientos y deseos. Una vez cumplido con ello, nos volvemos inmediatamente a las costumbres como guías de nuestro real proceder.
Es necesario investigar más cuál es la verdadera sustancia moral de nuestra relación con la ley, pero, ciertamente el irrespeto a esta se halla firmemente institucionalizado en la práctica habitual.
Cabría, por último, preguntarse por qué nos resulta necesario ocultar la costumbre detrás de leyes que no tienen como objetivo el ser acatadas, sino solamente pregonadas. (O)
