Una ley no es solo lo que su texto dice. Una ley es también la economía política que rige en su nacimiento, temporalidad y, sobre todo, la eventual posición de agentes respecto a estructuras de poder en el momento de su aplicación. No hay análisis más malogrado que aquel que objetiviza una norma desatendiendo su enclave en referencia a luchas de poder económico, político y simbólico.
La Ley de Fomento Productivo, en su versión aprobada por la Asamblea, representa un cisma en la historia reciente del país. Dudo que espacios cortos logren explicar sus alcances. Sin embargo, llamo la atención sobre dos elementos analíticos: la discreción y prisa respecto a su génesis y la identificación de a quien le resulta política y simbólicamente rentable.
Primero, no hay espacio para la duda: la normativa reconcentra poder en minorías económicas y disminuye el rango de acción del Estado. El destino económico del país, en el corto y mediano plazo, está en manos de las élites económicas. Lo que no está tan claro es de qué sección de las élites se dependerá más: serranas o costeñas.
Adicionalmente, llama la atención la velocidad de su aprobación y la casi nula discusión de costos y beneficios. La derecha –hace muy poco– reclamaba que las leyes se aprobaban sin un análisis serio. Sin embargo, esta ley se votó tan rápido como si se estuviera eligiendo a un semanero de curso.
Segundo, la ley le cae como anillo al dedo al correísmo. Le permite oxigenar la narrativa de que el Gobierno es de derecha y justificar así su retórica. Teóricamente, les autoriza el intento de apropiación de una posición de izquierda. Entonces, caben mínimo tres preguntas: ¿los agentes políticos valoran este efecto simbólico?, ¿solo el correísmo intenta representar a la izquierda en el país?, ¿estará consciente el correísmo de que una posición crítica hacia la ley no significa apoyo al correísmo?
Este parece ser un momento obvio donde posturas ideológicas, sobre todo las progresistas, deben evitar efectos inerciales. (O)
