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El Telégrafo
Patricio Benalcázar Alarcón

La Ley de la Defensoría del Pueblo y el veto presidencial (I parte)

15 de enero de 2019 - 00:00

En diciembre de 2018 la Asamblea envió al Presiente de la República el Proyecto de Ley de la Defensoría del Pueblo. Este proyecto lo trató la Comisión de Participación Ciudadana con un activo rol de la administración transitoria de la Defensoría, pero con un ausente debate ciudadano. El Presidente en enero de este año lo objetó parcialmente por inconstitucional.

Los proponentes, la mayoría legislativa y el Ejecutivo evidencian un lamentable desconocimiento del carácter de esta institución, cuya autoridad es fundamentalmente ética y moral en el marco del imperio de los derechos humanos; no es una entidad con carácter jurisdiccional, pues su rol no es de control ni de vigilancia, sino de observancia; puesto que no ejerce ni acciones coercitivas, ni es ente superior para corregir a subordinado alguno, como erróneamente se deja ver en el cuerpo legal.

La historia de esta institución se remonta a referentes como el Tribuno de la Plebe en Roma, cuya función era proteger a la población ante arbitrariedades del poder; al Tucuyricuy en el Imperio Inca, quien vigilaba el funcionamiento del Consejo Imperial; al Ombudsman en Suecia, encargado de conocer las quejas de los gobernados y luego de la Segunda Guerra Mundial al Mediateur francés, al Proveedor de Justicia de Portugal, al Defensor del Pueblo de España, entre otros.

En el sistema internacional, el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas en 1946, invitó a los Estados “a crear comités locales que colaboraran con la Comisión de Derechos Humanos”.  Para 1978, dicha Comisión organizó un evento del cual surgió un proyecto de directrices relativo a la estructura y funcionamiento de las instituciones nacionales de derechos humanos, aprobadas en 1991 como “Principios de París”.

Estos Principios contienen recomendaciones para el desarrollo de competencias, atribuciones, garantías de independencia, pluralismo y modalidades de funcionamiento; pero dejan claro que su magistratura es de opinión y su fuerza constituye la autoridad moral de quien ejerce el cargo, todavía una utopía en la realidad ecuatoriana. (O)

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