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El Telégrafo

Las víctimas de la democracia

28 de febrero de 2013 - 00:00

Hay niños que nacen para sufrir. Uno de ellos, hijo de actores. La madre, brillante, pero pobre y enferma. El padre, mediocre y borrachín. A la semana de haber nacido el bebé, salió a tomar una cerveza. Todavía no ha regresado a casa. Eso sucedió hace doscientos años. La madre se rompió el lomo para atender sola  a los críos, y su salud no soportó. Murió al poco tiempo. Resultado, tres huérfanos. Uno de ellos se llamaba Edgar Allan Poe, el famoso escritor. Por suerte hay almas caritativas. Una señora recogió al huérfano y lo llevó a casa.

Para conseguir fondos, su esposo montó una obra de teatro llamada “La monja siniestra”. Como se trataba de bajar costos y llevar mucho público, la actriz principal era una reconocida prostituta del pueblo que, solidaria, quería trabajar gratis. El teatro se llenó. Los hombres la querían ver en tan ajenos menesteres, vestida de manera tan extraña. En una escena, la supuesta monja salía del convento en secreto, en la noche. La mujer llevaba una tea que hizo contacto con las cortinas que multiplicaron el fuego. El público pensó que se trataba de efectos especiales. Cuando descubrieron que era un accidente, fue demasiado tarde. Murieron más de cien espectadores asfixiados y aplastados. Culpa del huérfano, dijeron algunos.

De niño, Poe era famoso por su capacidad histriónica. En aquella casa lo vestían de obispo, lo paraban sobre la mesa, y empezaba a recitar. Aplausos y brindis. El pequeño brindaba con agua coloreada con tres gotas de vino. Con cuatro sabía mejor el agua. Y con cinco. Y Poe terminó por ser un alcohólico extraño: Con una copa era brillante conversador. Con dos, se le enredaba la lengua. Con cuatro, se hundía en un pantanero insalvable de olvidos.  Poe fue un alcohólico que, parece curioso, nunca bebió demasiado. Y eso explica su muerte.  

Pero, ¿cómo  murió aquel padre del terror? Corría el año 1849 y había elecciones en los EE.UU. En aquel entonces la gente podía votar varias veces, viajando cortas distancias en la ciudad. Los seguidores de algún candidato ofrecían licor por cada voto. Poe se animó y decidió votar cuantas veces pudiera. Creo que terminó ebrio de libertad democrática. Días después, en el hospital de Baltimore, un desconocido que aullaba en medio de sus alucinaciones, de repente se quedó callado. El mundo había perdido a Edgar Allan Poe, apenas a los cuarenta años.

Sin duda, lo mató la democracia. Hoy, en los tiempos que corren, la democracia es menos espectacular, pero más cruel: a muchos no los mata. Simplemente, los entierra vivos, para que sigan chapaleando un rato más.

Aquí también el perdedor chapalea, se hace ilusiones, pero el ganador ha sabido darle dignidad a sus piezas más débiles. Y no hay vuelta atrás.

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