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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

Las fiestas del otro país

09 de junio de 2016 - 00:00

El mes de junio, en la serranía ecuatoriana, existe una explosión de colores. Se celebra la Fiesta del Solsticio o Hatun Puncha (Fiesta grande, en quichua), aunque en las dos últimas décadas erróneamente se las llama Inti Raymi (curiosamente como una reivindicación inca, analizada acertadamente por Josefina Vásquez Pazmiño, en su artículo ‘Si quieren ser inkas... que sean felices’).

Como en algún momento los llamados mestizos buscaron unos ‘ancestros’ en lo español -de allí la paella, el cante jondo y los toros de las Fiestas de Quito- cierta élite indígena ha difundido, y con éxito, un pasado glorioso emparentándose precisamente con quienes mataron a sus abuelos, como es el caso de los caranquis ultimados en la laguna de Yahuarcocha. De allí el nombre Lago de Sangre por los más de 20.000 muertos que tiñeron sus aguas, según refiere el cronista de raigambre indígena Guamán Poma de Ayala, cuando se descubrieron sus manuscritos después de siglos escondidos en una biblioteca de Alemania.

Como sea, esa ‘invención de la tradición’ es parte de las estrategias étnicas que los grupos tienen para reivindicarse ante el otro. De allí que proliferen los paucar raymis y hasta la Municipalidad de Otavalo promueva la Cruz Andina en su simbología como si estas tierras no tuvieran historia y los 30 años de los incas por estas tierras fueran lo único.

Me refiero al profundo desconocimiento del pasado caranqui, el señorío étnico que floreció del 1250 al 1550 y construyó más de 5.000 tolas, en una geografía que iba desde el Valle del Chota hasta Guayllabamba y cuyo eje central era y sigue siendo el maíz. Por eso resulta incomprensible que, después de tantas investigaciones, en la región de Otavalo exista una suerte de incanización de su pasado.

De hecho, la deidad de agradecimiento por las cosechas no sería el Sol inca sino, siguiendo a los caranquis, el Taita Imbabura, dios protector y dador de agua. Por eso precisamente, las vertientes, cascadas, lagunas, son parte de esa simbología.

En fin, se dirá que la cultura está en permanente construcción. Es así, pero no resiste cuando -como se sabe- en una visita al Cusco, unos viajeros asombrados se trajeron todas las fiestas y hasta su iconografía. Sin embargo, se ha callado que el Inti Raymi ya está declarado como patrimonio cultural de Perú así que, si vamos por esas, tenemos las de perder.

De allí que es preferible volver a la denominación de los orígenes y, de manera especial, conocer ese legado caranqui que sigue vivo. Porque otra situación que nos ocurre es mirar a la historia como una pieza de museo. ¡Los caranquis siguen vivos! Por ejemplo, en la comunidad de San Clemente, a pocos kilómetros de Ibarra y en las faldas del Imbabura, se celebra el agradecimiento a las cosechas cada 28 de junio.

Lo otro está en el legado de la hacienda. Aún hoy, el único día que los indígenas del sector de Zuleta pueden acceder a este sitio, construido por los jesuitas en la época colonial, es el 21 de junio para las respectivas loas.

Como todo, las fiestas muestran al país agrario que no es muy comprendido por las llamadas metrópolis. Es como si no existiera. (O)

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