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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

Laguna del Cubilche

16 de agosto de 2014 - 00:00

En estos días de verano hay que cumplir una antigua promesa: subir a la laguna del monte Cubilche, a la izquierda del Taita Imbabura. La guía es el pequeño poema de Carlos Suárez Veintimilla, quien recorrió muchos de los espejos de agua de Imbabura, en la segunda mitad del siglo XX. Habló de esta enigmática laguna: “Pupila dulce y triste de los páramos, / ingenuidad dormida / en las rodillas duras de los montes / como una pobre niña”.

El poeta que cantó los paisajes imbabureños estudió durante 11 años filosofía, teología y un doctorado en la Universidad Gregoriana de Roma, pero cuando volvió a su pueblo de Ibarra era un simple sacerdote que andaba en bicicleta y, cada fin de semana, se volvía andinista. De allí que su poesía, dotada de una profunda sencillez, parece el canto de un pájaro. Murió a inicios de este siglo y su poesía está viva en los jóvenes que recitan sus versos, bajo la guía del director de teatro Lenin Camargo, quien también -con sotana y todo- encarna al padre Carlitos.

Lo religioso y el paisaje de su tierra, como refería Aurelio Espinosa Pólit, son claves de su obra. Así, dijo de Yahuarcocha: “Mil árboles que esperan silenciosos / -alineados al borde / del agua un poco azul y un poco triste- / el viento de la tarde y las estrellas…”. El lago San Pablo, en cambio, le parecía una “azul invitación de ancha frescura / en las curvas resecas del camino”. La mítica laguna de Cuicocha era evocada de esta manera: “Laguna / -piedra, cristal y azul- solo laguna, / sin pinturas de prados sonrientes, / sin risas importunas / de pescados de plata y pescadores, / sin garzas blancas y sin blanca espuma…”. Mojanda era, en cambio, “una mansa laguna pensativa”.

Pero también se inspiró en la escondida laguna del Cubilche, que no está en el circuito de los viajeros, porque es preciso ascender a ella por los flancos del monte Imbabura, en un recorrido de varias horas. Así que, siguiendo los relatos de viajero de Edward Whymper y su homenaje al guía Juan Antonio Carrel, en el siglo XIX, nos acompaña Émerson Obando, guía de montaña, quien además posee un pequeño hostal en el sector de La Esperanza y es bailador en las fiestas de los sanjuanes, en torno al fuego.

El trayecto inicia tras dejar el camino empedrado. Al poco tiempo, en medio de los arbustos, aparecen las primeras moras silvestres y las flores que Obando explica como si fuera botánico. Mientras se asciende por los pajonales hay la primera sorpresa: el abra, el lugar por donde las tropas comandadas por Simón Bolívar, en una estrategia singular porque lo esperaban por Otavalo, circunvaló hasta sorprender a los realistas pastusos el 17 de julio de 1823, en la llamada Batalla de Ibarra.

Hay que detenerse a tomar aliento y allí está la pequeña laguna circular de apenas 30 metros. Pero también está el poema Cubilche: “Pureza custodiada / en ignotas y austeras lejanías, / con murallas de vientos y de altura, / bajo la sola inmensidad tranquila”. Al final, hay que recordar lo que dice Lin Yutang en su libro La importancia de vivir: “Los humanos nos perdemos demasiados atardeceres”.

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