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El Telégrafo

La profunda latitud del verso

08 de agosto de 2012 - 00:00

Años atrás, el escritor Pablo Yépez Maldonado me sugirió la lectura del poemario “Del latido profundo”, de Jaime Rodríguez Palacios. Tras su lectura, resalto varios elementos que constituyen el rastro característico del citado autor y, a la par, pago una deuda intangible, con un entrañable amigo.

Este compendio de textos poéticos resume el intrínseco palpitar de Rodríguez en el sendero borrascoso del torrente literario. Es una sumatoria de la producción lírica, concebida desde los años adolescentes. Precisamente, en los versos iniciales se desprenden las relaciones sentimentales contraídas de los vericuetos juveniles. El amorío inmaduro y el recuerdo del primer beso. La melancolía que provoca el barrio de historia atrincherada. El sollozo acompañado del invierno. El grito atormentado del peregrino. La mirada taciturna del exiliado.

El íntimo petitorio al ser amado es recurrente: “Por todo lo volátil./ Amargamente efímero,/ sigilosamente perecedero./ Dame tu corazón sin ancla,/ tu viajante castidad de lirio/ y el dorado heliotropo de tu seno/ donde empieza a madurar el tiempo […] Apaga el vago candil/ de tu esperanza/ y ven a danzar/ en orgía total/ sobre mi angustia”.

Jaime Rodríguez añade destellos de contenido social a su trabajo poético, aunque en dimensiones generales, el eje temático de su obra es de carácter amatorio, contando para el efecto con un claro sentido erótico: “Amante/ de aterciopelado pubis/ galopante/ busco tu cintura de miel/ tus caderas de fosforescentes uvas/ la fresca boca de tu sexo/ amanecido/ para mis ansias/ desde siempre”.

También cabe señalar el apego terrígeno de Rodríguez, desde aquel sentido de lojanidad, que aparece con legítima conciencia en sus escritos, al igual que la marcada querencia filial.

La poesía es la huella que el hombre configura en la penumbra de sus días. Es la tristeza que deviene de la noche. Es la sombra inevitable de la muerte. Es el mar sin más artilugios que sus olas. Es la convicción del camarada en el monte. Es la tentación volátil de la carne. Es la imprecación del recuerdo.

Jaime Rodríguez hace de la poesía su propia piel y mortaja, y, con ello, reivindica el propósito existencial de los días comunes. Con el verso apasionado invoca a la reconciliación en medio del olvido y el silencio. Como él mismo lo dice: “En los sucios corredores de la tarde/ el poeta escarba sus rincones/ con la escoba de llantén de su nostalgia…/ Apenas el polvo en los espejos/ el otoño y sus hojas de amaranto/ el tiempo y sus lámparas de bruma…”.

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