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El Telégrafo

La muerte y su “asquerosa puntualidad”

17 de junio de 2011 - 00:00

Fue una mujer apasionada y luchadora. Animó la vida cultural de Quito, no solo como poeta, como artista, sino, ella misma, como personaje protagónico. Animó la vida nocturna de la ciudad, en un momento (demasiado largo) en que la capital se acostaba temprano y el frío era el único habitante de la noche. Animó la poesía, cuando se atrevió a develar la desnudez y la eroticidad que también era (es) parte del quehacer literario de las ecuatorianas, cuando publicó (hace diez años) la primera antología de la poesía erótica de mujeres. Fue además una mujer solidaria y apegada a las causas de los demás, sobre todo de las mujeres. Bullanguera y radical, siempre con alguna iniciativa cultural bajo el brazo. Siempre soñando, sobre todo lo imposible. Siempre amando, con desenfado y lujuria, como debe ser.  Así era Sheyla Bravo Velásquez.

No se trata de confirmar la regla; aquella de que no hay muerto malo. No, se trata de valorar las acciones de vida de quienes se entregaron a las causas perdidas: trabajar por la cultura, por las mujeres, por los pobres.  Se trata de ser grato con quienes, sin obtener ni exigir nada a cambio, se dedicaron a intentar vivir con dignidad, con pasión, con sueños. Sheyla era, en esencia, una soñadora que disfrutaba provocando y rompiendo moldes, sobre todo aquellos llenos de moho y caspa.  Fue protagonista de la época del dorado de la movida cultural de Guápulo, cuando músicos, pintores, bailarinas, teatreros, poetas, hippies, locos y malandrines se juntaron para dar vida a una comunidad que despertó a Quito y la impulsó a la modernidad cultural. Entonces se descubrió que en la noche (pese al frío y los curuchupas) también podía vivirse, y se abrieron cantinas, bares, galerías, teatros y, cuando no, la propia calle era un escenario en donde se predicaban sueños, se transformaba el mundo y se luchaba contra las imposturas y los autoritarios.           

La muerte de Sheyla coincide con la de Jorge Seprún, ese gran escritor galo-español que luchó contra el nazismo primero y, luego, contra el franquismo. Fue ministro de cultura de Felipe González y nos legó una gran lección: no renunció jamás al cuestionamiento ni a sus ideas. Y como bien dice Joaquín Hernández, tuvo el coraje de no haber caído jamás en los juegos del poder.

Sheyla nos deja además varios libros inéditos, de poesía, novelas para niños, recetas ancestrales y hasta de esoterismo. Pero además su autobiografía, en la que ya se asumía como mito y personaje. Así era también Sheyla, transgresora.  Por eso nos duele su partida, a pesar de que, como ya lo dijo el gran Cholo Vallejo, la muerte siempre llega con una asquerosa puntualidad.

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