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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

La mascarada

21 de febrero de 2015 - 00:00

Los seres humanos nos movemos por ritos. Aún está fresca la fiesta del carnaval, donde -como en muchas partes del mundo- se utilizan máscaras. En estos días, además, el mundo católico recibió la ceniza en la frente, el recuerdo de que polvo eres y en polvo te convertirás. Llega la época de la Cuaresma, después del desenfreno.

Para los antiguos griegos -en su fastuosa simbología- la palabra máscara significa persona. En su teatro, donde lo dramático era uno de los ejes, la persona se ocultaba tras la máscara. Era, de cierta manera, otra. De allí que la máscara tiene una carga simbólica que representa el mundo mágico-mítico. En ella, el chamán reproduce los poderes; allí están, también, los papeles que colocan al mundo al revés, en las fiestas de mascaradas o inocentes, como conocemos en el país; pero están también las máscaras que nos ha entregado la cultura de masas, reinventadas como el caso del homenaje de Iván Kaviedes a Otilino Tenorio, que no dejó nunca de ser un niño que soñaba ser el eterno hombre araña. Y, claro, las máscaras que nos oculta el poder y nuestra identidad, como vivimos con una permanente careta que no muestra lo que somos.

No olvidemos, por ejemplo, al sacha runa u hombre de la selva; aya huma o líder para la cultura andina, presente en los sanjuanes o inti raymi o los propios personajes de estas fiestas; además de las viudas de fin de año o los mismos años viejos, con las máscaras que juegan con el poder (sin olvidar a las viudas).

Lévi Strauss nos dice que en el mundo de las máscaras se conjugan datos míticos, funciones sociales y religiosas y expresiones plásticas; estos tres órdenes de fenómenos, por heterogéneos que parezcan, están funcionalmente vinculados. Sin embargo, una de las características de las máscaras es que nos recuerdan al mundo sobrenatural, son una representación de esa magia, el recuerdo de que es preciso proyectarnos al mundo de lo concreto.

En esto, Lévi Strauss, nuevamente, nos acerca a sus profundidades. Dice que una máscara no es únicamente lo que representa sino básicamente lo que transforma, lo que elige no representar. Igual que un mito, la máscara niega tanto como afirma; no está hecha solamente de lo que dice o cree decir, sino de lo que excluye. Para poner un ejemplo, la viuda de los años viejos -por lo general un hombre travestido- devela la hipocresía de las lágrimas de este personaje ante la inminencia de la desaparición del viejo. Como a veces pasa en la vida real, más le preocupa la herencia -en las monedas que dejan los clientes- y sus lágrimas son falsas. Es una mascarada. La colocación de un artefacto que nos permite inhibirnos y fingir. Pero en ese momento de colocarnos el disfraz también tenemos, irónicamente, la posibilidad de ser libres.

Porque si bien para la cosmovisión del mundo andino las máscaras representan lo sobrenatural, lo propio es para el Nuevo Mundo, tan poderosamente influenciado por la cultura occidental, venida del mundo grecorromano. Esos préstamos de saberes, entre las dos culturas, nos hacen ser lo que ahora somos.

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