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El Telégrafo
Antonio Quezada Pavón

La lucha entre el bien y el mal

10 de agosto de 2017 - 00:00

Las primeras enseñanzas que recibí de mi querida madre eran que política y socialmente nos hemos desarrollado, comenzando desde las sociedades primitivas, pasando a la sociedad esclavista, feudalismo, capitalismo, socialismo y, eventualmente siguiendo las teorías de Carlos Marx, algunas llegaron al comunismo. Y había la secreta esperanza, aupada por un tenaz proselitismo, que al final los pueblos del mundo se unificarían en una especie de paraíso terrenal viviendo con equidad y bienestar. Pero claro que había que entrar en una guerra entre el bien del socialismo contra el mal del capitalismo.

Años más tarde, los Hermanos Cristianos de La Salle se encargaron de abrirme los ojos a una nueva y magnífica realidad que sostenía que todas las sociedades humanas se desarrollan hacia un fin singular; es decir que, independientemente de que su cultura sea cristiana, musulmana, hindú o de cualquier dogma, deben progresar de sociedades tradicionales, en las que los pequeños grupos son las unidades básicas, a las sociedades modernas, en las cuales los individuos atomizados son las unidades soberanas, y todos estos individuos son, por definición, racionales, y todos quieren ejercer un derecho: votar. Pues siendo racionales, una vez ejercido el derecho del sufragio, producen un buen gobierno y viven felices para siempre. No sé si era otra versión del paraíso terrenal de mi infancia, pero la verdad era que, tarde o temprano, sería la democracia electoral el único sistema político para todos los países y todos los pueblos, con un mercado libre para hacernos ricos. Sin embargo, antes de llegar allí, debíamos comprometernos en una lucha entre el bien y el mal. El bien pertenece a aquellos que son democracias y tienen la obligación de difundirla por todo el mundo, a veces por la fuerza, contra el mal que son aquellos quienes son socialistas y no celebran elecciones.

Las dos historias tuvieron éxito en su momento. La Unión Soviética, China y unos pocos países compraron la idea comunista y prácticamente el resto del mundo se alineó con la democracia. Había 22 democracias en 1950 que llegaron a 115 en 2010, mientras que los países no democráticos disminuían. Los líderes occidentales, especialmente Estados Unidos e Inglaterra vendieron un prospecto prometedor: que múltiples partidos luchando por el poder político y todos votando por ellos era el único camino a la salvación para el prolongado sufrimiento del mundo en desarrollo. Los que compraban el prospecto estaban destinados al éxito. Aquellos que no, estaban condenados al fracaso.

Los chinos compraron la idea comunista, pero no la democrática electoral. China se mantiene como un país comunista de un solo partido que no tiene elecciones y no ha fracasado. En solo 30 años, China pasó de ser uno de los países agrícolas más pobres del mundo a ser la segunda economía más grande. 650 millones de chinos salieron de la pobreza, lo cual significa que el 80% de la reducción de la pobreza en el mundo ocurrió en China. Es decir, todas las nuevas y viejas democracias puestas juntas suman una mera fracción de lo que un solo estado de partido único hizo sin votación. Se supondría que ese sistema debería ser: operacionalmente rígido, políticamente cerrado y moralmente ilegítimo. La realidad es que es un sistema que se define por su adaptabilidad, meritocracia y legitimidad.

Tenemos la idea de que un partido único en el gobierno es incapaz de autocorrección y mejoramiento. En 64 años operando en el país más grande del mundo, la gama de las políticas del partido ha sido más amplia que cualquier otro país en la historia reciente: desde colectivización radical de tierras para el ‘Gran Salto Adelante’, luego la privatización de las tierras agrícolas, luego la Revolución Cultural, luego la reforma de mercado de Deng Xiaoping, luego su sucesor Jiang Zemin dio un paso político gigante de apertura de pertenencia al Partido a empresarios privados, algo inimaginable durante el gobierno de Mao. Qué pena que este modelo no sea exportable, pues se basa en la cultura ancestral china. Vivimos el ocaso de una era. El comunismo y la democracia pueden ser ideales muy loables, pero terminó su época de universalismo dogmático. Es muy probable que en China ya no se viva un comunismo, sino un autoritarismo sensible. (O)

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