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El Telégrafo
Christian Gallo Molina

La herida abierta

10 de mayo de 2021 - 00:34

Cuentan, quienes vivieron en la Colombia de 1947, que los últimos meses de dicho año, fueron tiempos de pleno espanto. Lo que en principio había iniciado como una protesta contra el gobierno del conservador Mariano Ospina Pérez, rápidamente había escalado a un macabro espectáculo de asesinatos, violaciones y torturas por parte de la fuerza pública de aquel entonces. Así, un pueblo constituido principalmente por trabajadores y campesinos moría de la forma más vil en manos de quienes, al menos en teoría, debían resguardarlos. La violencia, al igual que ahora, era el día a día en una Colombia que nunca ha dejado de estar dividida.

El líder de aquel tiempo, aquel cuya palabra se creía representaba al pueblo, supo congregar a una multitud en un evento que cambió para siempre el destino de Colombia: un 7 de febrero de 1948, cerca de cien mil personas, según datos de la época, se movilizaron hacia el centro de Bogotá en una marcha prodigiosamente silenciosa, de la cual solo se escucharon los pasos de quienes la integraron.

Mientras el pueblo moría, el mismo pueblo optaba por un silencio igual de elocuente que su furia. No había palabras para manifestar el dolor y la impotencia por lo que en ese entonces se vivía, pero sobraba el silencio, también, para demostrar toda la ira que se encontraba contenida.

Entonces, el líder de aquella multitud, a viva voz, supo aunar el clamor de miles de personas y decir lo que hasta el día de hoy muy pocos comprenden: las grandes masas se reprimen por obedecer consignas, pero esas grandes masas también pueden ejercer su legítima defensa. 

Aquel hombre que tomó la palabra esa lejana tarde de febrero fue silenciado para siempre pocas semanas después. Un 8 de abril de 1948, el hombre que con silencio había hecho mucho más que otros, fue asesinado y con él, moría también, la delicada paz de un pueblo.

Suficiente se ha escrito sobre las secuelas de la muerte de Jorge Eliecer Gaitán y faltarían páginas para hablar de las consecuencias del Bogotazo. Basta entonces decir que desde aquel día la violencia y la guerra fratricida han asolado al pueblo colombiano sin llegar a una conclusión, convirtiéndose así en una herida abierta que supera a cualquier “acuerdo de paz”.

En los últimos días, nuestras pupilas se han llenado de las imágenes correspondientes a la violencia propia de la represión, el caos y la muerte. Como si no fuese suficiente contemplar día a día la cifra de fallecidos en hospitales y el número de personas que sufren en una América Latina devastada, ahora, desde la hermana República de Colombia, llegan noticias que, curiosamente, nos recuerdan a un no tan lejano octubre de 2019. Así, un pueblo arrasado como la mayor parte de nuestra pobre América, clama conciencia social a sus gobernantes a través de la protesta como derecho.

Inútil es debatir contra aquellos que consideran que la protesta social no lleva a nada. Inútil también es considerar las posturas que claman por una mayor represión, como si las conquistas sociales se hubiesen logrado a través de la pasividad.

Lo de Colombia, entonces, se convierte en un nuevo llamado de atención a siempre priorizar las necesidades de los pueblos, necesidades que superviven a los tiempos y que obligan a reavivar, como diría Gargarella, la consideración de la protesta social como primer derecho en los Estados de corte moderno, especialmente en los casos de déficit en la garantía de derechos, pues, tomando las palabras de Gaitán, jamás debemos olvidar que “el pueblo es superior a sus dirigentes”.

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