Publicidad

Ecuador, 28 de Marzo de 2024
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
Samuele Mazzolini

La confirmación de que no debimos invitarlo

09 de agosto de 2016 - 00:00

Las medidas tomadas por el presidente turco Recep Tayyip Erdogan tras el fallido intento de golpe confirman las perplejidades -ex ante y ex post- suscitadas en su visita a Quito. Obviamente, el escaso peso de Ecuador en el tablero internacional impide influenciar los comportamientos de otros actores estatales, peor aún si tan distantes.

También es cierto que, en pos de una soberanía real, Ecuador necesita establecer nuevos vínculos que en el pasado eran impedidos por patrones diplomáticos ahora finalmente superados. Pero para un gobierno que profesa la necesidad de conciliar principios y pragmatismo, es menester establecer una diferenciación entre a quién se le permite dictar conferencias magistrales en nuestra capital y a quién no. Por más que vivamos en un mundo aplastado por el peso ineludible de la realpolitik, se trata de un importante código que no hemos sido capaces de hacer nuestro.

Como decía, los eventos recientes demuestran la justeza de esta posición. Erdogan sufrió un intento de derrocamiento repudiable. Y eso por tres razones. Porque los militares no se pueden arrogar el derecho de ser los árbitros últimos de la vida política, puesto que eso hubiera debilitado por enésima vez las ya endebles instituciones democráticas de Turquía. Porque el reemplazo de un presidente musulmán democráticamente electo, por uno militar arbitrariamente impuesto, ha empeorado sensiblemente la situación de los DD.HH. en el caso egipcio y no hay muchas razones para pensar que en Turquía habría sido distinto. Y finalmente, porque la desestabilización de Turquía en una coyuntura regional delicada como la actual representa un acto de pura irresponsabilidad.

Pero el golpe fallido ha inducido a Erdogan a exacerbar su cara más siniestra, arrojando ulterior luz -ojalá desengañadora, esta vez- sobre sus reales credenciales políticas. La escala de la represión desatada a raíz de su pronto regreso al poder revela un diseño que va más allá de la legítima necesidad de castigar a los perpetradores del putsch. Si bien las ilaciones sobre un fingido autogolpe carecen de cualquier prueba, lo que sí parece probable es que la intencionalidad de ‘purgar’ a los opositores bajo el primer pretexto disponible existiese de antemano.

Más de 60 mil empleados públicos de diferentes sectores del Estado han sido detenidos, suspendidos o despedidos por supuestos vínculos con Fethullah Gülen, un clérigo musulmán turco residente en EE.UU., a quien Erdogan ha acusado -sin prueba alguna conclusiva aún- de orquestar el golpe. Lo que es peor, Erdogan ha abierto la posibilidad de reintroducir la pena de muerte para los responsables directos, ordenado el cierre de más de 100 medios y dispuesto el arresto de decenas de periodistas.

Son decisiones drásticas tan deleznables como el pretexto que las ha ocasionado. Es que la democracia no se limita al respeto de las decisiones que arrojan las urnas; la democracia es un ethos de apertura hacia el otro que Erdogan ha traicionado una y otra vez. La difícil tarea de restablecer un país laico y fomentar un ambiente más democrático queda en las manos de los actores más avanzados de la sociedad civil turca. (O)

Contenido externo patrocinado

Ecuador TV

En vivo

Pública FM

Noticias relacionadas

Social media