Me llega Ítalo Calvino a través de Raymond Queneau. Es en Fiesole donde Flaviana me entrega, acaso como reliquia de una amistad sin futuro, “I fiori blu” (Las flores azules), en traducción del cubano-italiano.
Año 1985, Calvino morirá en breve. Solo un genio, pienso, puede traducir una novela tan disparatada sin aportarle ni un gramo de cordura. Del Duque d’Auge, de Queneau, a Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, de Calvino, el tránsito es inevitable.
Desde entonces “El caballero inexistente” (más que “El vizconde demediado” o “El barón rampante”), se me vuelve el libro-en-todos-los-libros. Con su aire de aventura infantil, el libro encierra, sin llegar a revelarlo (para que sea el lector quien lo intente), el profundo misterio de la esencia humana planteado como antinomia entre la pura voluntad del ser, confinada en la armadura vacía del paladín Agilulfo y la abundante carnalidad, carente de toda consciencia, de su escudero Gurdulú.
“Si una noche de invierno un viajero”, otro hito de la obra de Calvino, es una soberbia travesura. Un hombre compra un libro. Empezada su lectura repara en que está mal compaginado, la historia que comenzó a leer queda forzosamente interrumpida. Regresa a la librería y canjea el libro defectuoso por un ejemplar nuevo.
Pero cuando vuelve a leer se da cuenta de que este tampoco está bien encuadernado y que ya ni siquiera la historia que ha comenzado en el libro anterior se encuentra allí. Y así sucesivamente.
El hilo conductor entre las disímiles historias es el diálogo que, so pretexto del malentendido, el narrador entabla con el verdadero lector, construyendo la deliciosa complicidad que causa que el uno no se explique sin el otro (o el otro sin el uno).
El propio Calvino, escritor y periodista, en su “Por qué leer a los clásicos”, postula que “tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo y en relación y quizás en contraste con él”. ¡Sabe de lo que habla, Ítalo Calvino! (O)
