En el sistema institucional de nuestro país, podemos constatar el enorme peso que tiene la institución llamada “patrocinio” (o patronato) que consiste en el uso de recursos públicos para recompensar a individuos por su apoyo político o social.
Una típica relación de patrocinio involucra a dos personas (o grupos) de poder desigual, en la que la parte menos poderosa contribuye con bienes, servicios o apoyos a una parte de mayor poder, a cambio de asegurarse su protección futura.
Es característico, en nuestro medio, que muchas personas contribuyan a la campaña de un político, quien, de ser electo, retribuirá, sino mediante una prestación específica (empleo, contratos, gestiones), sí con su disponibilidad para ayudar al partidario, en las circunstancias de la vida. No se trata de una transacción económica en sentido estricto, sino de algo más difuso: una donación u ofrenda que asegura un vínculo recíproco de lealtad entre los desiguales.
Desde el punto de vista del más débil, este “negocio” es eficiente, porque le da la posibilidad de resolver sus problemas sin verse obligado a arrojarse en brazos del kafkiano calvario del estado de derecho (o de derechos), o a las incertidumbres del mercado, o a las exigencias –muchas veces inabordables- de la meritocracia.
Lo que puede tomar meses de inciertos trámites o de espera por un puesto, se resuelve mucho más fácilmente mediante un par de llamadas.
Para el político patrocinante, el trato es conveniente, porque las prestaciones que ofrece pueden ser individualizadas, de tal forma que él puede beneficiarse personalmente de la gratitud resultante.
Si, en cambio, provee bienes públicos, los beneficiarios difícilmente lo identificarán como el autor de su bien, lo cual le impide cosechar reputación frente a los electores. Nadie recuerda cómo votaron los parlamentarios en un proyecto de ley de provecho para muchos, pero todos se acuerdan con precisión (y sentimientos de gratitud) de quien hizo un favor. (O)
