En el curso de los descargos que ha presentado frente a la Comisión de Fiscalización de la Asamblea Nacional, el fiscal general, Carlos Baca, ha argumentado que su censura paralizaría las investigaciones por corrupción, que esa repartición lleva a cabo.
Es dable detenerse un poco en este argumento. En efecto, lo que parece estar diciendo el Fiscal es que su presencia es indispensable para el buen desempeño de la justicia, que sin él, y sin que él personalmente ocupe el cargo que ostenta, todo el sistema acusatorio de la justicia ecuatoriana se vería anulado.
La Fiscalía General del Estado tiene (según el distributivo) 3.886 funcionarios: se trata de una institución de presencia nacional que existió y operó (mal o bien) mucho antes que asumiera su cargo el actual titular, y que seguirá existiendo aun si el actual es censurado. Si fuese verdad lo que dice el fiscal Baca, todo ese aparato institucional sería incapaz de seguir adelante con sus funciones si él fuera removido de su cargo.
Esto parece inverosímil. Es más, precisamente una de las razones de la desconfianza de muchos legisladores y ciudadanos, nace de la creencia de que el actual titular no ha sido todo lo diligente que hubiese sido deseable. Finalmente, un juicio político lo que resuelve es la confianza que la ciudadanía tiene en el desempeño de los funcionarios fiscalizados.
En todo caso, la tesis presentada permite constatar -una vez más- un rasgo casi ubicuo de nuestra forma de entender las instituciones: la enorme dificultad que, como sociedad, tenemos para separar y diferenciar el rol de las personas individuales de la permanencia y marcha de las organizaciones estatales.
Seguimos creyendo que las instituciones se resuelven y se identifican con sus dirigentes, y nos es fácil caer en el error de pensar que estas se desmoronan si falta el jefe providencial, el líder unipersonal, que por sus virtudes y características es imprescindible.
Es hora de terminar con el discurso de los indispensables. (O)
