El 30 de septiembre de 1997, el entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Solórzano Constantine, el mismo que en 1995 giró una orden de captura en contra del ex vicepresidente Alberto Dahik, dictó la apertura de una investigación penal en contra de Fabián Alarcón Rivera, en ese momento presidente interino del Ecuador. El Frente Radical Alfarista, la tienda política de Alarcón, integró la mayoría legislativa que removió a los magistrados supremos y Solórzano tuvo que irse. Héctor Romero Parducci así se convirtió en el nuevo titular de la corte de casación con el voto del alfarismo, del Partido Social Cristiano y de la Democracia Popular.
Romero Parducci sindicó en 1999 a Alarcón y lo llevó a prisión, convirtiéndolo en el primer presidente condenado al encierro. Lo acusó de sinecurismo o, en otros términos, por crear cargos legislativos de manera excesiva, con una gran remuneración pero sin ninguna carga de trabajo. Esto mientras el expresidente se desempeñó como titular del Congreso Nacional entre 1995 y 1997. El caso fue bautizado por la prensa como “piponazgo”, pero esto no era un delito. Entonces, en el 2000, un año después, la primera Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia sentenció el sobreseimiento definitivo de Alarcón y fue absuelto. En el juicio se ventilaron evidencias sobre cobros en los sueldos de los servidores legislativos, ausencias injustificadas en el lugar de trabajo y desvíos de fondos.
Hoy, más de veinte años después, se destapa un caso similar en la que ahora se llama Asamblea. Hay casos de asambleístas acusados de confiscar los salarios de sus asesores, de desviar esos fondos, de obstruir el pago de sus liquidaciones y de negar sus derechos laborales. Esto es corrupción descarnada y es el síntoma de que nada ha cambiado. Antes se llamaban congresistas, después diputados y hoy asambleístas. Pero son los mismos oportunistas si antes o ahora llegaron a la política con la intención de robar. (O)
