Si ideología es un sistema de ideas, entendemos que la hegemonía es el sistema de ideas predominante. Hegemonía es todo eso que hacemos creyendo que es nuestra propia decisión, pero es la respuesta a un sentido común, que siempre beneficia a ciertos grupos.
Lo más difícil de identificarse como feminista es enfrentarse con la dolorosa revelación de que las mujeres no somos libres, noción que no es tan difícil de comprender para grupos más vulnerados por la hegemonía, como mujeres pobres, lesbianas, gais, trans y travestis. Es entendible que para aquellos que llevamos la hegemonía en nuestro cuerpo, nuestra clase social o sexualidad, es dificilísimo aceptar que tampoco somos libres. Primero, porque ese no ser libres, para algunas de nosotras, es comodísimo.
Aceptar la existencia de ese orden invisible a muchas de nosotras no nos conviene, entre otras cosas, porque veríamos que también somos parte del problema. Segundo, es difícil entendernos como no libres, porque es la misma hegemonía y su sentido común la que nos convence de que todos nuestros deseos son efectivamente nuestros propios deseos y, por tanto, nuestra libertad.
No creo en la posibilidad de estar fuera del sistema, no conozco a nadie que lo esté, sí conozco personas en permanente lucha contra el mismo. El consumo es hoy la única ideología posible, ser feminista y tener contradicciones es inevitable. Sin embargo, un fenómeno comenzó a apoderarse de las redes sociales: la alabanza o el orgullo de la contradicción. Me puedo sentar a enumerar contradicciones entre mi vida y el discurso feminista: mi miedo a la vejez, por ejemplo, mi miedo a engordar, que me guste más comprar ropa que coger, mis despreciables celos y mi morbosa heterosexualidad.
¿Podemos debatir esto, sin acusarnos de yutas o de no feministas? ¿Podemos cuestionarlo o estamos tallando verdades en piedras? Vamo’a discutir, bebas, que calladas ya estuvimos mucho tiempo. (O)
* Tomado de Página12
