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El Telégrafo
Cecilia Velasco

Guayaquil

07 de abril de 2018 - 00:00

Tal vez el primero de mis ancestros en pisar tierra guayaquileña fue Zoila Pazmiño. Calculo que habrá sido allá por los treinta del siglo pasado, cuando lo del negocio de alfajores para vender durante los encuentros de box, cuando las largas y felices horas, sentada en una banca del parque devorando uno tras otro los dulces mangos.

Cuando yo tenía 8 años, mis padres se ilusionaron con un viaje en tren de Quito a Guayaquil. Llegábamos a Durán, y de ahí, en una pequeña barquita, al puerto. Oh, el puerto, En mi pequeñez, el paso por el astillero donde se construían las naves y, luego, los barcos que miraba absorta, son recuerdos poderosos y, como todo recuerdo, parte ya de mis fantasías.

Hasta Guayaquil se han movido otros viajeros. De modo intermitente los de mi familia han visitado estas tierras a nivel del mar, donde no se está atrapado entre montañas, sino libre frente a la inmensidad del río; aquí, la mirada se pierde. La gente de la Sierra se extravía en esta libertad inusitada del paisaje.

Fuera de la celda de las montañas, el paisaje abierto sobrecoge, y mucho más de lo que asusta la leyenda negra en torno a Guayaquil: el secuestro exprés, el consumo de la “H”, la violencia y marginalidad de la que ha sacado partido, por ejemplo, la propuesta cinematográfica de Sebastián Cordero.

Aquí estoy ahora. Las calles se llenan del vocerío costeño. Los autobuses pitan a cada paso. La gente cruza con o sin semáforos que habiliten el paso, y normalmente los autos frenan. Los vendedores vocean la primera palabra que los infantes aprenden: “agua”.

Para no deshidratarse por los treinta o más grados de temperatura, hay que beberla. Mis ojos miran los árboles, me pierdo nuevamente frente a la inmensidad del río. La geografía nutre, pero hay mucho que aprender de la historia y la cultura de esta ciudad a la que distintos populismos muchas veces han velado.

Aquí estoy, abuela. Me aguardan las ondas del río. (O)

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