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El Telégrafo

Ganas de contar

05 de julio de 2011 - 00:00

“Puede que sea conocido pero no leído” sentencia, a punto de cumplir 80 años, el escritor guayaquileño Miguel Donoso Pareja. Lo dice tranquilo, sin aparente queja. Tampoco siento que la dedicación a los libros, a la palabra, durante toda su vida, le produzca hoy angustia, como si mejor hubiera sido dedicarse a otra cosa.

La ausencia de lectores es una realidad, consecuencia de este mundo que se conecta vertiginosamente y que prefiere el Internet, sin espacio para el disfrute del texto trabajado morosamente. Y Miguel, calificado difícil, que probablemente exige volver muchas veces a sus textos, no se apura, no lamenta ese vacío.

Ecuador ha cambiado mucho, lo que dificulta encontrar Puerto Rico, ahí en Ancón, Santa Elena, donde pasó los primeros años de su vida, conectado al mar. “Está grande todo esto, hay lugares bonitos, pero no hay solución de continuidad, es que todo es muy desigual”, como que ahí sí hay un lamento. Esos años primeros, los de un niño solitario, lo marcaron, es que había los hijos de ingleses, era la época de la Anglo; los de los obreros, la fuerte masa laboral de ecuatorianos que no pisaban determinados sitios de un campamento que estaba estratificado en clases.

Hijo de quiteño, aviador de la Marina, no pertenecía ni a los de arriba ni a los de abajo: pasar casi siempre solo era su destino, no había remedio.

Después otros avatares, otras soledades, las tías, la abuela, la vida en Quito, fría, lejana, extraña. De esas temporadas le ha quedado esta idea del infierno frío, sin lenguas de fuego, más bien quieto, congelado.

La afiliación política, luego el exilio, Méjico, espacio para determinar que lo suyo no era la militancia, que no servía para eso, mejor la literatura, mejor los talleres, mejor enseñar a escribir.

Luego de años, cuando el DF era el caos, con 20 millones de gente como hormigas, donde movilizarse era un tormento, decidió volver, la tierra lo llamó, era la añoranza, pero quizá no debió dejar nunca Méjico,  ahí era respetado, querido, tenía un nombre. Primero fue Quito que había cambiado, tenía mucha vida cultural, como más cosmopolita. Ese entrenamiento le hizo sentir que ya podía enfrentar a Guayaquil y regresó al puerto, bullanguero, aparentemente abierto, pero en el fondo muy conservador.

Hoy Miguel Donoso escarba en sus memorias para la cámara del “Pocho” Álvarez, su andar es lento, dificultado por el Parkinson que no le ha quitado las ganas de vivir, pronto será película porque toda sociedad necesita de referentes que fortalezcan identidad.

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