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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

Fray Agustín Moreno

22 de marzo de 2014 - 00:00

De los ritos humanos hay uno singular: el develamiento de un retrato al óleo. Más aún si esa pintura estará colgada junto a personajes memorables. Hay lienzos solemnes, como los pintados por Rafael Troya o los Salas, para hablar de los ecuatorianos.

Pero están también los cuadros que no existen, porque son una promesa, como evoca Borges en el poema ‘El regalo interminable’: “Un pintor nos prometió un cuadro. Ahora, en New England, sé que ha muerto. Sentí, como otras veces, la tristeza de comprender que somos como un sueño. Pensé en el hombre y en el cuadro perdidos. (Solo los dioses pueden prometer, porque son inmortales.)”.

El pasado miércoles, en la Academia Nacional de Historia, se mostró al público la pintura de fray Agustín Moreno Proaño, realizada por el pintor cotopaxense Angeloni Tapia. En el acto -mientras otros cuadros nos miraban desde el pasado-, el director de la Academia, Jorge Núñez, realizó una semblanza de quien ha trabajado incansablemente por el arte religioso ecuatoriano, preservándolo en sus doctos libros.

Fue la oportunidad, además, para rendir un homenaje a este historiador, nacido en Cotacachi, pero ciudadano del mundoFue la oportunidad, además, para rendir un homenaje a este historiador, nacido en Cotacachi, pero ciudadano del mundo, que nos ha devuelto el amor por el Quito eterno, como titula uno de sus libros. Acaso su empresa de toda una vida sea el libro sobre los frailes Jodoco Rique y Pedro Gocial, quienes en el siglo XVI construyeron el magnífico convento de San Francisco, donde -en una de sus celdas- habita este hombre que se atrevió a salir del scriptorium.

A sus 93 años, Moreno conserva la jovialidad de toda una vida, no exenta de una fina ironía que, en su caso, no es un lugar común. En su intervención, habló de una obra que lo marcó de niño: las singulares aventuras de Don Quijote. Habló de su padre muerto a los 29 años y de su amor por la palabra. Rememoró a los antiguos historiadores, enumeró, como en el poema borgiano, los cuadros que faltan, y dijo sentirse un vínculo con las nuevas generaciones.

Contó sobre sus diálogos con el también historiador de arte religioso padre José María Vargas, allá en el convento de Santo Domingo. Y, claro, escucharlo fue como estar en una tertulia donde el esplendor del barroco inundaba el ambiente.

Debemos tanto a la sapiencia de este historiador que no queda más que acudir a Virgilio: “Mientras el río corra, los montes hagan sombra y en el cielo haya estrellas, debe durar la memoria del beneficio recibido en la mente del hombre agradecido”. Gracias, fray Agustín, también los hombres que cuentan las historias pueden ser inmortales, como los lienzos que burlan al tiempo.

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