Los dos últimos meses del año concentran una alta densidad de fiestas y celebraciones. Es tal vez la ocasión de ensayar una breve reflexión sobre el significado que han adquirido los feriados vinculados a ellas.
En efecto: tradicionalmente las festividades cívicas y religiosas han tenido dos sentidos fundamentales. Por un lado, son momentos en donde se supone que lo rutinario, lo secular, lo cotidiano se suspende para dar lugar a un tiempo en donde lo mágico y lo sagrado adquieren predominio.
Son períodos en los cuales la comunidad debe volver su mirada hacia lo que está más allá del trajinar ordinario de la vida económica, social y política. Es el tiempo del rito, de lo maravilloso y de retomar contacto con el sustrato misterioso que subyace oculto por la actividad incesante orientada a lo útil y a lo instrumental.
En segundo término, es un tiempo en donde los seres humanos deben descansar de las exigencias del trabajo y de la producción, en donde pueden tener un espacio de tiempo libre y liberado, en el cual –aunque sea brevemente-pueden estar a salvo de las presiones de la acumulación.
Actualmente, sin embargo, las fiestas han perdido en gran medida este sentido. Lo sagrado se desvanece, cada fiesta pierde su sentido propio, su ritualidad específica y su magia para convertirse simplemente en un tiempo destinado a activar ciertos sectores de la economía: la industria del entretenimiento, el turismo, los transportes, la gastronomía y el espectáculo. Esto se expresa incluso en la forma en que los medios y los agentes públicos y privados administran las fiestas: su única importancia estriba en el aporte que pueden hacer a la activación económica.
El tiempo que estaba originalmente destinado a lo inútil y a lo valioso en sí, ahora debe su justificación a los gastos rentables que las personas deben entonces realizar y, por cierto, en cuanto a tiempo libre, este también se esfuma en la fatigosa obligación de provechosas extenuaciones turísticas. (O)
