En las sociedades republicanas la dignidad de las personas se ancla en su común pertenencia a un social compartido en pie de igualdad. El orgullo del ciudadano estriba en el goce equivalente de ciertos derechos y deberes que -tomados en su conjunto- establecen la valía de la persona ante sí y ante los demás.
Sociedades como la ecuatoriana no fundan la dignidad humana de esa manera. Entre nosotros el valor de alguien está dado por su pertenencia a un estatus diferente y especial, que lo sustrae de la comunidad con los demás. Nadie vale si no puede reclamar para sí un dominio exclusivo y excluyente que lo distinga del común de los mortales. Ser una “persona cualquiera” es el peor estigma en el cual puede disolverse el amor propio. La autoestima se construye, a lo largo de la vida, por la acumulación de “distinciones” y por la obtención de inmunidades, privilegios y prerrogativas que valen en tanto no estén al alcance de todo el mundo.
En una sociedad republicana, las únicas distinciones legítimas y apetecidas son aquellas que dimanan del mejor desempeño de obligaciones y responsabilidades que son igualmente exigibles de todos y cuyo desempeño debe estar al alcance de todos. En una sociedad estamental el valor de la persona se construye sobre la posibilidad de excluirse de las responsabilidades y de las jurisdicciones comunes, y reclamar para sí un lugar exclusivo y excluyente respecto a los demás. Es lo que antiguamente se concretaba en la noción de “fuero particular”. Esto tal vez permite entender la desesperada búsqueda de “títulos” y vocativos que permiten alcanzar una anhelada “distinción”.
El principio revolucionario de la igualdad ciudadana nunca ha echado profundas raíces entre nosotros, nadie aspira a ser igual, ni nadie deriva orgullo de esta condición democrática. Incluso el cargo público no solo es visto como “premio”, sino que es, además, la consagración de una distinción personal que pone al titular en condición de calidad superior al resto. (O)
