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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

El silencio

21 de febrero de 2014 - 00:00

Venezuela es un caos. No porque así lo diga la oposición. No porque así lo diga el Gobierno. Es por el punto común que comparten en los grados de violencia que se han llegado utilizar: los grados de violencia golpista y subversiva (según el Gobierno), los grados de violencia autoritaria y dictatorial (según la oposición). Imágenes que llegan en un caos de contradicciones, de versiones sesgadas, de información incompleta, de medias verdades. Algo está pasando en ese país, algo no está andando bien. Podrá ser la escasez y la inflación reportadas por el mismo Gobierno. Podrán ser los temores de un golpe de Estado (‘cambio de régimen’ o ‘renuncia del Presidente y todo su gabinete’, que es lo mismo, pero en diplomático) que se fundan en los intentos ya fallidos contra el fallecido mandatario Chávez.

Pero la información que nos llega no deja de pasar por ese filtro de nuestro entorno social. Creo en la capacidad de las redes sociales de empoderar al ciudadano a través de la apertura de la información y la multiplicación de las fuentes. También creo que sigue siendo una cuestión de acceso, de recursos y de retroalimentarnos de noticias que se mostrarán consistentes en cuanto siempre provengan de la misma fuente. Entonces la realidad se pierde entre la duda, y el cuestionamiento se convierte en un ejercicio cívico y desconsolador.       

El Gobierno no es poder, sino representación popular. Los medios no son poder, son la representación de la opinión pública.Se ha perdido la capacidad redentora de la prensa. Se ha perdido la capacidad redentora de la información. Parece que es imposible para los poderes asumirse como tales, asumir la motivación de su comportamiento desde su propia visión sesgada de la realidad. Desde una serie de intereses que los permiten perpetuarse en el poder. El Gobierno no es poder, sino representación popular. Los medios no son poder, son la representación de la opinión pública. Y desde sus esquinas de santidad, desde sus santuarios de moralidad, son dueños únicos de la verdad. Y somos nosotros, ese público y ese pueblo al que  dicen representar, los que nos debatimos entre dos vertientes de información decididamente opuestas, que coinciden únicamente en los grados de violencia.

Dentro de esos círculos sociales que hemos creado nos retroalimentamos de información a la cual finalmente aceptamos como verdad absoluta, lo cual nos lleva a manifestarnos en verdades absolutas; o cuestionamos en un ejercicio desgastante y deprimente, que nos lleva a mantenernos en silencio por el temor a equivocarnos. En ambos casos, la solución no parece estar en el muro de Facebook, en una foto de Instagram, en un ‘retweet’ oportuno. Tampoco parece estar en esta columna. Una columna que no termina de ser lo más cercano a un triste y solitario silencio.

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