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El Telégrafo
Leonardo Boff

Columnista invitado

El sentido de la vida no se ha perdido

08 de noviembre de 2017 - 00:00

Quien observa el panorama brasileño bajo la óptica de la ética (toda óptica produce su ética) no deja de quedar desolado y profundamente entristecido. Un presidente no es solo portador del poder supremo de un país. El cargo posee una carga ética. Él debe testimoniar, con su vida y actos, los valores que quiere que su pueblo viva. Aquí tenemos lo contrario: un presidente tenido por corrupto, no solo por acusación de políticos, ni siquiera por delaciones, siempre discutibles, sino por una seria investigación de la Policía Federal y de otros órganos, como el Ministerio Público.

Pero la desmesurada vanidad del cargo y la total falta de respeto a su propio país se mantienen a base de corrupción hecha a la luz del día, comprando votos de diputados y ofreciendo otros favores. Y esos diputados, alegremente, se dejan corromper, porque muchos son corruptos y aprovechan la ocasión para conseguir funciones y otros beneficios. La república ha quedado podrida para siempre. Tenemos que volver a fundar Brasil sobre otras bases, pues aquellas que lo han sostenido cojeando ya no consiguen hacerlo dignamente.

A pesar de la desesperanza y de la existencia del absurdo ante el cual se rinde la propia razón, creemos en la bondad fundamental de la vida. La persona común, que somos la gran mayoría de nosotros, se levanta, pierde un precioso tiempo de su vida en los autobuses superabarrotados, va al trabajo, muchas veces duro y mal remunerado, lucha por la familia, se preocupa por la educación de sus hijos, sueña con un Brasil mejor, es capaz de gestos generosos auxiliando a un vecino más pobre y, en casos extremos, arriesga la vida para salvar a una niña inocente amenazada de estupro. ¿Qué se esconde detrás de estos gestos cotidianos y banales? Se esconde la confianza de que, a pesar de todo, vale la pena vivir porque la vida, en su profundidad, es buena y fue hecha para ser vivida con coraje, que produce autoestima y sentido de valor. Hay aquí una sacralidad que no viene bajo un signo religioso, sino bajo la perspectiva de lo ético, de vivir correctamente y de hacer lo que debe ser hecho.  

Traigo aquí solo un ejemplo que me viene a la mente, banal y entendido por todas las madres que duermen a sus hijos. Uno de ellos despierta sobresaltado en medio de la noche. Tiene una pesadilla, todo está oscuro, se siente solo, y lleno de miedo grita llamando a su madre. Esta se levanta, abraza el niño a su cuello y en un gesto primordial de magna mater lo rodea de cariño y de besos, le dice cosas dulces y le susurra: “Mi niño, no tengas miedo; tu madre está aquí. Todo todo está en orden, no pasa nada, mi amor”. El niño deja de llorar. Recobra la confianza en la noche y poco después se duerme de nuevo, tranquilo y reconciliado con las cosas.

Esta escena tan común esconde algo radical que se manifiesta en la pregunta: ¿será que la madre está engañando al niño? El mundo no está en orden, ni todo está bien. Y sin embargo estamos seguros de que la madre no está engañando a su hijito. Su gesto y sus palabras revelan que, no obstante el desorden que la razón práctica percibe, impera un orden más fundamental. El conocido pensador Eric Voegelin (Order and History, 1956) mostró magistralmente que todo ser humano posee una tendencia esencial hacia el orden. Donde quiera que surja el ser humano, aparece un orden de las cosas, valores y ciertos comportamientos. La tendencia hacia el orden implica la convicción de que la vida tiene sentido. Que en el fondo de la realidad, no prevalece la mentira, sino la confianza, el consuelo y la acogida final.

Así creemos que el tiempo de la gran desolación por causa de la corrupción que destruye el orden pasará, y volveremos a celebrar y disfrutar el sentido bueno de la existencia. (O)

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