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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

El secreto del mago Baltasar

22 de diciembre de 2016 - 00:00

Los humanos estamos hechos de ritos, como si aún tuviéramos esa primera sensación del encuentro con el fuego (Prometeo, quien roba el elemento a Vulcano sigue eternamente condenado a ser devorado por las aves de rapiña). De fuego, más los otros elementos, estamos hechos, como decía Parménides de Elea, mientras Tales de Mileto creía que todo era agua y “está llena de dioses”.

El fuego se repite cada año. Es la época de olvidarlo todo y volver a empezar. Para nuestro país, está la quema de los monigotes y la hora de poner al mundo al revés, con las viudas llorando por el ‘viejo’, antes del testamento. ¿Qué nos hace repetir estos rituales en esta época hiperconectada, que incluye la Navidad?

Al parecer, seguimos siendo esencialmente los mismos, a despecho de Heráclito. En lugar de piedras, los hijos de los monos, ahora destruimos ciudades con drones. En vez de ocultarnos en las cavernas nos alejamos del mundo con un clic del último celular. Y, claro, no sabemos lidiar con el hecho de estar vivos.

Vamos a los centros comerciales -esas catedrales de la postmodernidad- para mirar a papanoeles que se ríen con carcajadas anglosajonas: ho, ho, ho, en lugar de ja, ja, ja.

En los humildes pesebres de Alepo siguen naciendo los niños de la guerra, pero no hay reyes magos con oro, incienso y mirra, buscando la estrella de Oriente. Condenados a los telediarios, nos imaginamos la nieve que no hemos sentido nunca y aún creemos que los regalos nos traerán la ventura de mejores días. Pero allí también está esa antigua presencia juedocristiana del Mesías, tan duramente criticada por Nietzsche. Pero qué importan, porque cantan los niños como si fueran ángeles. Acaso, ellos nos salvan.

Y está el sabor de la miel en los humildes buñuelos. Y está la alegría de las luces en los parques de los pequeños pueblos, frente a las avenidas de las ciudades imponentes. Y viven los villancicos con sus burritos sabaneros y los dulces jesusmíos, que tienen unas letras que no resiste eso de “Pero mira cómo beben los peces en el río”. ¿Quién entiende esa canción? Y están los chigualos manabas: “Niñito bonito  / Me voy de tu lado / A Santo Domingo / de los Colorados”. O aquellos de Segundo Cueva Celi, como “Ya viene el niñito” o el famoso “Entre paja y el heno”… Sin olvidar a Margarita Laso, pero también a los arrullos.

En esta época es como si nos forzáramos a ser niños. Ojalá fuéramos siempre y no esos zombis dispuestos a calcular el valor de un pavo (cuestión de prestigio, envuelto en ciruelas). Curiosamente, la idea del pesebre está atribuida al amigo de los pájaros, San Francisco de Asís, en el siglo XII, justo cuando se disputaba el verdadero sentido de la Iglesia original, si se estaba a favor de los ricos o de los pobres, tal como había predicado el hombre que caminó por las aguas.

Estas fechas traen un hecho extraño: creer en la ilusión de que seremos mejores el 1 de enero. Seremos en esencia lo que somos, aunque nos llenemos de cábalas y enterremos nuestras miserias junto a las cenizas del monigote. Somos, en definitiva, unos humanos asustados en torno al fuego, mirando a una estrella. (O)

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