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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

El otorongo pide la palabra

20 de diciembre de 2014 - 00:00

Cuando los seres humanos eran nómadas prevalecía el mito. Eran los tiempos donde las ninfas o los duendes moraban en las cascadas y los dioses podrían ser el rayo, como Thor, o los gigantes -como nos relata Juan de Velasco- merodeaban la península de Santa Elena.

Los hechos fundamentales de la existencia humana, como nos recuerda Sábato; el nacimiento, el cambio de las estaciones, el sexo, el sueño y la muerte, eran parte fundamental de sus vidas. Así, en el mundo griego, tenemos el mito del nacimiento del fuego. Un día, Prometeo decide entregar a los humanos el fuego y lo hurta de la forja de Hefesto. En otro instante, pero muy lejos de esas tierras, en el mundo shuar, los abuelos cuentan que Jempe, el colibrí, entra a la casa de Iwia, el ser del inframundo. Su propósito es compartir el fuego escondido en la morada de este ser tenebroso. Para lograr su fin, Jempe prende sus alas y escapa hasta llegar casi exhausto a las manos de un shuar. En la cosmogonía del Amazonas, tienen la certeza de que fue Jempe quien ofrendó su vida para que los shuar cocieran sus alimentos.

Por lo general, los mitos llamados fundacionales nos son comunes a los humanos. Tenemos, por ejemplo, desde la visión judeocristiana el Diluvio, donde, como todos saben, los dioses deciden castigar a los primeros pobladores y únicamente Noé, junto a sus hijas, y todas las especies de parejas de animales del mundo se salvan en un arca.

La cosmovisión de los cañaris muestra que dos jóvenes evitan el diluvio ayudados por dos mujeres guacamayas, a quienes -por esa misma condición humana- traicionan. Para investigadores de la mitología, como Lévi-Strauss, Occidente, con su lógica, ha despreciado las visiones de lo que ha llamado ‘primitivo’, que no es más que un pensamiento distinto.

Volviendo al mundo shuar se encuentra el relato de Kujanchan, un personaje a quien el dios Etsa, el Sol, entrega unas alas para que atraviese la selva. Advertido Kujanchan de que no tiene que visitar mujeres ni salir por la noche, cae en la tentación y pierde el don del vuelo (no olvidemos a Ícaro y sus alas de cera, escapando del laberinto).

Un shuar iba de cacería e incrédulo imitó el canto del sapo Kuartam, que vive en los árboles. “Kuartam-tan, Kuartam-tan”, lo retó en medio de la noche, pero nada pasó. Es el inicio de este mito donde el hombre termina devorado por un tigre. Estos mitos, como muchos relatos de otros pueblos, tienen similitudes comprensibles porque se trata de eventos comunes a los humanos. De allí que tenemos a Aquiles y la tortuga, pero en los pueblos amazónicos está motelo, que es la tortuga, que engaña en la carrera con la liebre poniendo a todas sus hermanas a lo largo de un camino hasta el mar.

Curiosamente, en estos momentos de vértigo, donde las certezas son más escasas, hay que volver al mito, que no es otra cosa que regresar a los orígenes. Al mirar un mural de Rufino Tamayo de un tigre, se entiende que el pintor observó otro tigre en Teotihuacán. Nuestro país, tierra de otorongos -o jaguares- tiene mucho que contarnos.

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