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El Telégrafo
Juan Montaño Escobar

El Mayor y su herida (III)

14 de septiembre de 2016 - 00:00

Los últimos guerreros de la Revolución Negra desaparecen, al menos en lo físico, Xavier Vera Koöke, un investigador alineado con el pensamiento crítico del maestro Juan García, ha conseguido entrevistar a esas fuentes vivas o a sus hijas e hijos. Cuando le preguntó a Moisés Lastra, sobrino del comandante Federico Lastra: “¿Por qué peleaban?”, su respuesta fue esta sencillez filosófica: “Para vivir en paz”. Hilario Carabalí nació en 1916 y falleció hace unos dos años, fue hijo de un combatiente de las guerrillas del Comandante, motivo de estas jam-sessions, dio la respuesta política de su padre: “Por tierra y libertad”. La opresión, como sea que se muestre, tiene fecha de terminación para alcanzar tranquilidad comunitaria y porque sin territorio (con el conuco familiar de la existencia cultural) no hay paz ni libertad.

Esos dos testimonios y muchos otros acaban con aquellas lisonjas tramitadas como historia de Esmeraldas y del pueblo afroecuatoriano, además repetidas con insensatez por generaciones, validando unas disputas del poder político de las clases sociales dominantes de ese tiempo y de ahora; en efecto, es la eterna batalla por mentes y corazones de pueblos con fines de opresión o liberación, los términos medios casi no existen. Sun Tzu escribió que “el arte de la guerra se basa en el engaño” y el fraude sobre esa guerra civil todavía se sostiene sobre el culto a esa sola personalidad.

Mientras se colocan en torres de marfil a tres o cuatro próceres blancos, la mayoría de los hacedores del progreso esmeraldeño y ecuatoriano es negada hasta el olvido. Si no es suficiente con la negación se construye la mala memoria. Así hicieron y hacen con el comandante Federico Lastra.

No sorprende que allá en México, Emiliano Zapata proclamara también aquello de “tierra y libertad” y acudiera el campesinado; o acá en Esmeraldas, hace cien años, la gente negra, sin importar que en los manifiestos liberales no reivindicaran ni un chininín de sus padecimientos sociales, acudieran los George, Mina, Valencia, Lemos, Vernaza, Klínger, Realpe, por citar unos pocos apellidos, desde aquellos lugares en donde los alcanzó la noticia de la madrugada del 24 de septiembre de 1913. Acudieron por “tierra y libertad” o porque, suena terrible, la paz anhelada debía nacer de machete y fusil. Xavier Vera Koöke me recuerda a las invisibilizadas mujeres negras, unas se quedaron con el peso de la familia y otras fueron combatientes de fila o de los organismos de inteligencia de la guerrilla cimarrona.

Después del triunfo de El Guayabo, el 15 de diciembre de 1913, entra a la ciudad de Esmeraldas la guerrilla cimarrona bajo el mando directo de Carlos Concha, aunque -unos días antes- ejército y autoridades gubernamentales atestaron los barcos en desesperado plan de huida y Federico Lastra había entrado sin disparar un solo tiro. Él fue nombrado jefe militar de la plaza y la caterva de la difamación histórica no denuncia ningún atropello. (O)

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