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El Telégrafo
Christian Gallo Molina

“Dos Minutos de Odio”

06 de septiembre de 2021 - 00:22

“1984”, historia distópica escrita entre 1947 y 1948 por George Orwell, es uno de los mejores relatos de ficción sobre los totalitarismos y su influencia en la psicología humana: en ella podemos contemplar como una sociedad, regida por el autoritarismo de un solo partido, modifica su comportamiento a través de la vigilancia constante y el adoctrinamiento paulatino.

En uno de sus más célebres capítulos, se narra como los habitantes de esa distópica Oceanía, vigilada en todo momento por el “Gran Hermano”, participan de los “Dos Minutos de Odio”, una actividad-espectáculo, en el cual, ante una gran pantalla, todos los habitantes se reúnen a contemplar un filme del “gran traidor”, Emmanuel Goldstein.

En la figura de Goldstein, se agrupan los peores males y miedos de toda Oceanía: la libertad y la rebeldía. Así, en los primeros treinta segundos, la audiencia escucha como Goldstein insulta al Gran Hermano para, acto seguido, abogar por la libertad de expresión, reunión y pensamiento. El resultado: toda aquella audiencia, impulsada por los más viscerales instintos originados en el miedo y la violencia, en medio de un enajenamiento fúrico colectivo, se entrega extática a la agresión verbal y física contra el “enemigo”. Así, el odio colectivo se expande y lo irradia todo en el clímax de la actividad.

Dice Orwell que lo más horrible de aquel espectáculo es que resulta imposible evitar participar en ese festín de ira desmedida, al cual, cualquier persona se ve irremediablemente arrastrada por sus propios instintos. Así, luego de los treinta segundos no se puede fingir: la violencia, el deseo de agredir, de insultar, de vengarse, de torturar e incluso de matar se apodera de cualquier sujeto.

Esa macabra representación concluye con las “reconfortantes” palabras del Partido: “La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza”. Así, toda esa audiencia, luego de aquel atroz ritual, regresaba misteriosamente a la calma para continuar con sus vidas como si nada hubiese sucedido.

A la época en que fue escrita la novela de Orwell, era impensable imaginar que un suceso así tendría cabida en las sociedades modernas. No obstante, y a medida que pasan los años, pareciese que en realidad estamos viviendo tiempos orwellianos.

El desarrollo de las nuevas tecnologías nos ha permitido trasladar nuestras actividades a la denominada ciudadanía digital. En ella, todos tenemos libre acceso a la información que nos circunda y por ello, precisamente, desarrollamos competencias digitales que nos permiten aprovechar la sociedad de la información. En este contexto resulta innegable el poder que tienen las redes sociales, de ahí que, los tiempos pandémicos que vivimos nos hayan demostrado como nunca la forma en que un adecuado manejo de estas redunda, positiva o negativamente, en la vida de cada individuo.

No obstante, si analizamos el comportamiento en ciertas redes sociales, veremos también cómo se manifiestan los peores vicios de nuestras sociedades digitales. Si algo nos ha permitido evidenciar el auge -y caída- de influencers o twitstars, es que lo que mueve al mundo en el último tiempo es el morbo de saber sobre la vida ajena. Así, el manto de mentira que se teje a través del ámbito digital convierte a seres insustanciales en individuos más interesantes de lo que en realidad son.

Hoy, vivimos en un mundo donde la irresponsabilidad intelectual se ha convertido en regla; donde pareciese que la mediocridad se enorgullece de si misma. De ahí que (y haciendo un mea culpa), a través de seudónimos, los ciudadanos digitales, al más puro estilo de los habitantes de aquella Oceanía orwelliana, nos hemos embarcado en la irracional tarea de querer opinar acerca de todo, incluso de lo que desconocemos. Donde sin medir consecuencia alguna, al igual que en los dos minutos de odio y soportados en el escudo que brindan las apariencias del mundo digital, creemos como normal el agredir, insultar o vilipendiar a quienes desconocemos, seguros de que muy probablemente jamás coincidamos con quien está, curiosamente, al otro lado de una pantalla.

Como tan acertadamente lo dice Juan Gabriel Vásquez en “La forma de las ruinas”, pareciese ser que la humillación, el resentimiento, el complejo de inferioridad e incluso la insatisfacción sexual no han dejado de ser los motores de la historia. De esta forma, y protegidos en la coraza de la impunidad digital, peleamos con otros usuarios en foros, en comentarios, en publicaciones o lo que es más sencillo, a través de juicios exprés en doscientos ochenta caracteres, donde quedándonos en las cuestiones de forma y no fondo, confiamos en que nuestra intrascendente opinión está generando un cambio real en un mundo que requiere de acciones y no solo de comentarios. Así, luego del festín de ira y de la justicia del hashtag, regresamos al mundo real, sintiéndonos libres e incluso satisfechos con nosotros mismos por estar inmersos en esta versión moderna de los dos minutos de odio.

Ahora, querido lector, ¿usted también dedica, al menos, dos minutos diarios o doscientos ochenta caracteres para, a través de un seudónimo, desfogar todo cuanto lleva por dentro? Si la respuesta es afirmativa siéntase usted bienvenido a una distopía llamada 1984.

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